Andrés Manuel López Obrador ha sido el gran detractor de la vida pública. Este último año ofrece un claro panorama sobre el apego a no mentir, no robar, no traicionar. Gana el poder cuando convergen dos impulsos, el derivado del descontento social con el orden de cosas y el compromiso de acabar con la corrupción, el abuso y la desigualdad. El encuentro entre anhelo y promesa cobró tal fuerza que significó un triunfo amplio en la elección presidencial, una sólida mayoría en el Congreso y un aval popular que le sirvió para concentrar el poder a contrapelo de la legalidad, el régimen republicano de división de poderes y las libertades. No fue el crimen organizado el objetivo de este temprano impulso, sino la libertad de expresión. Su triunfo mayor se dio por la autocensura de importantes empresas de comunicación, como también ha sucedido con Trump en EU, aunque en menor escala.

El esquema de ejercicio del poder una vez que AMLO concluyó su gobierno se construyó a partir del acuerdo con los competidores por la candidatura. La idea era modificar la esencia misma del poder presidencial para que los límites se impusieran no mediante las instituciones y la representación política -democracia-, sino con un modelo de poder compartido que hacía a la futura presidenta una gestora del grupo gobernante para dar continuidad y hacer realidad la última etapa de la destrucción del régimen democrático. Ya acabó con el Poder Judicial y la independencia de la Corte, falta lo más difícil, por una parte, hacer de Morena la fuerza hegemónica con el cambio en las reglas electorales y las de integración de las Cámaras del Congreso. Por la otra, Andrés López Beltrán como sucesor.

La idea de una presidencia gestora va contra el régimen presidencial que hace del poder Ejecutivo una responsabilidad unipersonal acotada por los poderes públicos, órganos autónomos y no por la cúpula política. La cuestión es que la inercia derivada de la responsabilidad presidencial se impone y obliga a su titular, más allá de las intenciones y la voluntad, a asumir la responsabilidad en términos unipersonales. El poder no se comparte no por razones políticas, deviene de la institución presidencial.

Muchos observadores presuponen a una presidenta rehén de su antecesor y del equilibrio político preconstruido. Otros, perciben en las decisiones de la mandataria un calculado objetivo de imponerse y liberarse de su promotor y para ello busca minar la influencia y el poder de quienes coexisten políticamente, particularmente quienes compitieron por la candidatura. No es el caso. La presidenta honra el compromiso, pero más allá de las intenciones, se impone la responsabilidad que atañe a la investidura presidencial.

Esto se muestra con claridad en los dos asuntos de mayor impacto público en el grupo gobernante. La aprehensión del funcionario responsable de la seguridad pública en Tabasco y la investigación de las autoridades contra el huachicol fiscal. Un sector anticipa que en ambos casos la investigación se limitará a los mandos denunciados y de allí para abajo. Otros asumen que la presidenta promueve e inicia esas acciones con un sentido maquiavélico para desacreditar a quienes son sus contrapesos en el grupo gobernante, incluyendo al hijo de López Obrador.

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Pocos advierten que las decisiones presidenciales se toman a partir de las necesidades propias de la responsabilidad. Así, el cambio en la acción contra la delincuencia –forma y sustancia– se deriva del objetivo de salvaguardar al régimen de una de sus mayores amenazas. La militarización dejó de ser garantía para combatir al crimen por la corrupción temprana y al más alto nivel en sus filas, como muestra el oprobioso escándalo en la Marina. El costo de asumir una postura pasiva ante el crimen organizado fue elevadísimo. No sólo no disminuyó la violencia, sino que los grupos criminales crecieron, se diversificaron y corrompieron el tejido social, político, económico y el de seguridad. Además, dejó expuesto al país ante el reclamo de EU.

En otras palabras, la presidenta actúa y decide a partir de la investidura, más allá de lo que pudieran ser las intenciones o anhelos de quien la ocupa. La lógica de la investigación criminal difícilmente puede gestionarse a voluntad del poder, mucho menos cuando los temas fundamentales y sus personajes son parte de un compromiso compartido con el gobierno norteamericano. La lucha contra el crimen ha dejado de ser tarea doméstica y se enmarca en la compleja y profunda relación bilateral, bajo la tesis de que lo que no haga México lo harán ellos, como sucedió con El Mayo Zambada.