Hay muertes que no admiten la comodidad del silencio y que son profundamente políticas por la disputa global de recursos e inventos que sustenten las innovaciones tecnológicas. La de Nuno FG Loureiro es una de ellas. No porque el asesinato de un científico deba explicarse a fuerza de teorías conspirativas, sino porque ocurre en un contexto donde el conocimiento dejó de ser neutro y la energía se convirtió en el botín más codiciado del siglo XXI.
Básicamente se trata del asesinato con arma de fuego contra un científico que con sus investigaciones sobre generación de energía ya estaba revolucionando la industria mediante un sistema de fusión qué podría brindar energía ilimitada, amable con el medio ambiente y disponible para sostener ciudades y proyectos de alta demanda.
Loureiro no era un profesor más en el MIT. Dirigía el Plasma Science and Fusion Center y trabajaba en el corazón de una carrera global sobre el poder detrás del poder, sobre lo que sostiene la infraestructura energética que permite a las grandes empresas tecnológicas operar y que entra dentro de la disputa de quién controlará la infraestructura energética del futuro. Su especialidad —la dinámica del plasma magnetizado— tenía como objetivo lograr que la fusión nuclear deje de ser una promesa eterna y se convierta en una tecnología viable. Lejos de los usos letales para bombas, este científico trabajaba en contener y canalizar aquella energía para poder aprovecharla. No energía “gratis” o milagrosa como se ha difundido en redes sociales pero si era una técnica con eficiencia que podía ahorrar costos. El punto exacto en el que una máquina produce más energía de la que consume.
Ese umbral cambia todo.
La fusión nuclear, según sus reportes y resúmenes de trabajos en Google Scholar, no solo desplazaría a los combustibles fósiles, podría lograr equilibrio con el medio ambiente ofreciendo una fuente de energía infinita por su enorme capacidad generativa permanente; esto reconfiguraría las jerarquías económicas y geopolíticas. El país, la corporación o el consorcio que llegue primero no solo venderá energía: dictará dependencia. Sería, por así decirlo, la nueva gallina de los huevos de oro pues todo país que no pudiera generar tal energía podía depender de aquel. Patentes, licencias, cadenas industriales completas y una nueva forma de poder blando. Por eso esta no es una discusión científica, es una disputa estructural.



Desde que se conoció su muerte, las redes sociales se llenaron de relatos simplificados: el genio que descubrió la energía ilimitada y fue eliminado por intereses oscuros. Esa narrativa es tentadora, pero también peligrosa. Invisibiliza lo verdaderamente inquietante: que no hace falta una “energía mágica” para que el conocimiento se vuelva una amenaza. Basta con acercarse demasiado a una solución real. Recuerda a Jacobo Grinberg, el científico mexicano qué desapareció en circunstancias misteriosas e investigaba el potencial energético del cerebro humano.
Loureiro trabajaba sobre el problema más incómodo de la fusión, según sus papers de Google Scholar: la turbulencia del plasma, que según los científicos se trata de ese comportamiento caótico que impide mantener estable la reacción. Sus modelos matemáticos y simulaciones —herramientas que permiten ahorrar años de ensayo y error— tenían un valor estratégico incalculable. La competencia tecnológica se parece cada vez más a una guerra fría qué trasciende a los actores políticos para concentrarse en el tecnopoder.



No es la primera vez que la ciencia se cruza con la violencia. Tampoco es la primera vez que el MIT aparece en esta historia. El antecedente de Eugene Mallove, asesinado en 2004, vuelve a la conversación no como prueba, sino como advertencia: la frontera entre investigación, poder y dinero es cada vez más delgada.
De acuerdo con los reportes iniciales difundidos en redes sociales y algunos medios internacionales, Nuno FG Loureiro, profesor y director del Plasma Science and Fusion Center del MIT, fue encontrado sin vida en su domicilio en Brookline, Massachusetts. Las autoridades locales informaron que la investigación está en curso y que, hasta ahora, no se ha hecho público un móvil ni se han identificado responsables. El MIT, por su parte, expresó su pesar por la muerte de uno de sus académicos más influyentes y pidió prudencia mientras avanzan las indagatorias.
Lo que sí es verificable es el peso científico y estratégico del trabajo de Loureiro. Reconocido por sus aportes a la física del plasma y a la comprensión de la turbulencia en reactores de fusión, su labor era central para uno de los mayores desafíos tecnológicos contemporáneos: alcanzar la llamada “energía neta” en fusión nuclear. Este objetivo, perseguido por gobiernos y consorcios privados en todo el mundo, es considerado un punto de inflexión para la transición energética global.
En ese marco, expertos coinciden en que la fusión nuclear no promete energía gratuita ni inmediata, pero sí una infraestructura energética radicalmente distinta, con implicaciones económicas y políticas de largo alcance. La pérdida de un investigador clave no detiene el campo, pero puede ralentizar procesos y reconfigurar prioridades institucionales.
La circulación de narrativas que presentan el caso como un episodio de “guerra energética” revela un clima de desconfianza hacia los grandes intereses que rodean a la transición energética.
La pregunta de fondo no es si Loureiro fue asesinado “por lo que sabía”. La pregunta es por qué nos resulta tan verosímil que eso pueda ser cierto. Qué dice de un modelo energético global donde la transición hacia fuentes limpias no se decide por urgencia climática, sino por cálculo económico y control político.
Si la muerte de Nuno Loureiro retrasa la llegada de la fusión una década —solo una— el costo no se medirá únicamente en billones de dólares. Se medirá en emisiones que no se redujeron, en crisis que se profundizaron, en futuros que volvieron a postergarse.
Investigar su asesinato es una obligación judicial. Discutir el sistema que convierte el conocimiento en un campo de batalla es una obligación política. Porque si el precio de transformar la infraestructura energética del mundo empieza a cobrarse en vidas, entonces el problema ya no es técnico. Es ético. Y mirar hacia otro lado también es una forma de tomar partido.
X: @ifridaita
