El feminicidio de Lilia Alejandra García Andrade no comenzó el día en que su cuerpo apareció en un terreno baldío de Ciudad Juárez. Comenzó antes. Comenzó en una ciudad que normalizó la desaparición de mujeres jóvenes, en un Estado que aprendió a administrar la violencia sin urgencia y en un sistema de justicia que convirtió la espera en política pública.
Lilia Alejandra tenía 17 años. Era madre de dos bebés y trabajaba en una maquiladora, una de esas fábricas que sostuvieron durante décadas la narrativa del “milagro fronterizo” mientras las mujeres que las habitaban se volvían prescindibles. El 14 de febrero de 2001 salió de casa para cumplir su turno. No volvió. Cuando su madre, Norma Andrade, acudió a denunciar la desaparición, el aparato estatal respondió como lo hacía entonces —y demasiadas veces sigue haciéndolo ahora—: con indiferencia, lentitud y sospecha hacia la víctima.
La sentencia que la Corte Interamericana de Derechos Humanos notificó el 19 de diciembre de 2025 no solo señala a México por un feminicidio. Lo hace responsable por el origen del daño: la omisión temprana, la falta de búsqueda inmediata, la ausencia de una investigación con enfoque de género en un contexto donde ya era público y notorio que desaparecer a una mujer en Ciudad Juárez podía ser una antesala de la muerte.
El 21 de febrero de 2001, el cuerpo de Lilia Alejandra fue hallado con signos de violencia sexual y estrangulamiento. Para entonces, el patrón estaba documentado. La propia Corte Interamericana ya lo había descrito años después en el caso Campo Algodonero. Aun así, el Estado actuó como si se tratara de un hecho aislado, no de una expresión de violencia estructural. Esa negación inicial es el núcleo del caso García Andrade.
Durante casi una década, la investigación se fragmentó entre fiscalías, expedientes incompletos y pruebas mal resguardadas. No hubo verdad ni responsables. La justicia llegó tarde y de forma parcial: apenas en 2023 se inició un proceso penal contra un presunto responsable, más de veinte años después. Para la Corte, ese retraso no es un accidente administrativo: es una violación a las garantías judiciales y al derecho a la verdad.
Pero el origen del caso no termina en Lilia Alejandra. Continúa en su madre. Norma Andrade no eligió ser defensora de derechos humanos; fue empujada a ese lugar por la inacción del Estado. Crió a sus nietos, sostuvo la memoria de su hija y exigió justicia en un país donde hacerlo implica riesgo. Por esa exigencia fue atacada dos veces. Y el Estado, otra vez, falló en prevenir, proteger e investigar.
La sentencia es contundente al nombrar esa segunda capa de responsabilidad: México permitió que una madre que buscaba justicia fuera tratada como una amenaza, no como una víctima. De hecho, durante la búsqueda de respuesta por parte de las autoridades, la familia sufrió dos atentados. Al no protegerles, les negó el derecho a defender derechos humanos y envió un mensaje devastador a otras madres: reclamar verdad puede costar la vida.



Este fallo no es solo un cierre jurídico. Es una radiografía del origen de la impunidad feminicida en México. La Corte no se limita a condenar hechos pasados; expone una lógica institucional que toleró la tortura sexual, que desatendió la desaparición de mujeres jóvenes pobres, madres, trabajadoras, y que solo reaccionó cuando la presión internacional fue inevitable.
Que la Corte haya declarado responsable al Estado por tortura sexual, aun sin identificar al perpetrador directo, es quizá uno de los elementos más contundentes de la sentencia. Reconoce que la tolerancia, la omisión y la negligencia también producen violencia. Que no buscar a tiempo es permitir que el daño ocurra.
El caso García Andrade deja una lección incómoda: el feminicidio no es únicamente un crimen individual, es un fracaso institucional que comienza mucho antes del asesinato y se prolonga en cada expediente archivado, en cada madre desprotegida, en cada hijo que crece sin verdad.
En razón de lo anterior, la Corte ordenó al Estado diversas reparaciones tales como: continuar con las investigaciones de los hechos en contra de Lilia Alejandra García Andrade y Norma Andrade; realizar un acto público de reconocimiento de responsabilidad internacional y disculpas públicas; realizar diagnósticos normativos e institucionales en favor de una política integral en contra de la violencia de género y las desapariciones, así como mejorar la implementación y armonización del Protocolo Alba y tomar medidas en favor de la protección de los niños, niñas y adolescentes en situación de orfandad por el feminicidio de sus madres y de las madres de víctimas de feminicidio, entre otras.
La jueza Nancy Hernández López dio a conocer su voto parcialmente disidente. Los jueces Rodrigo Mudrovitsch y Ricardo C. Pérez Manrique dieron a conocer su voto conjunto parcialmente disidente. La jueza Patricia Pérez Goldberg dio a conocer su voto parcialmente disidente y concurrente y el juez Alberto Borea Odría dio a conocer su voto parcialmente disidente.
México llega tarde a este reconocimiento. Pero llega obligado y condenado. La deuda ahora no es solo con Lilia Alejandra y su familia, sino con todas las mujeres que desaparecieron en contextos similares y con todas las madres que aprendieron, a fuerza de golpes y amenazas, que en este país buscar justicia también es un acto de resistencia.
La condena llega años después de la sentencia por las muertas de juárez “Campo Algodonero” pero en nuestro país los feminicidios no cesan, ahora toman forma de desapariciones y sin cuerpo del delito es imposible integrar investigaciones concluyentes.
En el caso “Campo Algodonero”, México fue condenado por hechos ocurridos entre septiembre y noviembre de 2001, en Ciudad Juárez, Chihuahua, cuando desaparecieron varias mujeres jóvenes.
Tres de ellas fueron encontradas asesinadas el 6 de noviembre de 2001 en un terreno conocido como Campo Algodonero, cerca de una zona industrial:
Claudia Ivette González, 20 años
Esmeralda Herrera Monreal, 15 años
Laura Berenice Ramos Monárrez, 17 años
Todas eran jóvenes, de origen humilde, estudiantes o trabajadoras, y desaparecieron en un contexto de violencia sistemática contra las mujeres que ya llevaba años en Juárez. Los cuerpos presentaban signos de violencia sexual y extrema brutalidad. En aquella condena ya se exigía un mecanismo de respuesta inmediata a las familias pero hoy son ellas quienes siguen buscando.
Hay una crisis forense en medio de varias condenas internacionales, miles de mujeres asesinadas y desaparecidas, deudas institucionales que no cesan.
Más preguntas que respuestas.
X: @ifridaita



