En México, la infraestructura ha sido por décadas la medida del progreso. Carreteras, puertos, trenes y aeropuertos se anunciaban como símbolos de modernidad, aun cuando a su paso quedaran pueblos divididos, ríos contaminados o territorios sacrificados. Hoy, con el Tren Interoceánico y el AIFA como ejes de un nuevo modelo de desarrollo, vale preguntarse si estamos construyendo una infraestructura que conecte regiones o si seguimos trazando fronteras invisibles.
El caso del Valle de México es ilustrativo. La saturación del AICM, la expansión del AIFA y las promesas de conectividad hacia el sureste conviven con realidades desiguales: municipios que siguen recibiendo las aguas residuales de la capital sin compensación ambiental ni inversión suficiente para remediar décadas de contaminación. Hidalgo, por ejemplo, sigue siendo testigo de cómo el progreso ajeno llega con el agua sucia de los otros. Hay una deuda histórica en toda esa zona, y los planes recientes de saneamiento del río Tula y la presa Endhó son una oportunidad para empezar a pagarla.
Crecí en Tlalpan, en una parte de la Ciudad de México que aprendía a mirarse desde el sur. Desde el mirador, cerca de la casa donde crecí, hace ya algunos ayeres veía levantarse el segundo piso del Periférico y entendí pronto que el desarrollo podía unir o dividir. Hoy no es casual que muchas de las raíces de las políticas sociales y territoriales más humanas se reconozcan ahí, ni que su alcaldesa, Gabriela Osorio, haya sido destacada recientemente por la presidenta Sheinbaum por su labor en la construcción de la justicia cotidiana desde lo local.
Recuerdo también 2017, cuando Andrés Manuel López Obrador se comprometió a incluir a Hidalgo en las prioridades nacionales. Lo cumplió. El AIFA, más que una obra, fue el inicio de un esfuerzo por mirar al norte del Valle de México con justicia y planeación. Hidalgo ha comenzado ese camino: apenas se ha cumplido la mitad del trayecto del primer gobierno progresista en el estado, que llegó después de casi cien años de gobiernos priistas y más de treinta años después de que el impulso progresista transformara la Ciudad de México con Cárdenas, López Obrador y la propia presidenta Sheinbaum.
No es un punto de llegada, sino el comienzo de una etapa que tardó décadas en abrirse paso hasta aquí.
Las obras pueden cambiar el paisaje, pero la verdadera transformación llega cuando se repara el territorio: cuando las políticas públicas reconocen los daños acumulados y restituyen lo que durante décadas fue despojado, el agua, la salud, el suelo, la voz de las comunidades.
Revertir décadas de un modelo de infraestructura basado en el sacrificio de algunos territorios tomará tiempo, pero el tiempo para la justicia ambiental no puede seguir esperando. El siguiente paso es evidente: que la infraestructura deje de medirse solo en productividad y comience a evaluarse por su capacidad de regenerar.
Porque ningún proyecto, por grande que sea, tiene sentido si los ríos siguen enfermos, los suelos agotados y las comunidades sin voz.
Al final, el desarrollo no solo se mide en obras: se mide en la vida que mejora, en las comunidades que recuperan su voz y en los territorios que, por fin, comienzan a sanar.





