Hace unos días pedí a una plataforma de I.A. que elaborara un texto sobre Estado, crimen organizado (CO) y sociedad desorganizada, en México, con el ácido estilo literario de Carlos Monsiváis. Este fue el resultado, claro, reeditado por este incrédulo usuario de prompts:

En México, donde la realidad supera a la ficción con la gracia de un bolero mal cantado, el Estado, el CO y la sociedad desorganizada forman un trío tan inextricable como los amores imposibles en las telenovelas de Televisa.

El Estado, ese patriarca decrépito que promete orden y entrega caos, se enreda en un abrazo con el crimen organizado, mientras la sociedad, deshilachada como un rebozo viejo, observa desde las gradas con una mezcla de terror y apatía.

¿No es esto el colmo de la ironía mexicana, esa que Octavio Paz habría diseccionado con bisturí poético, pero que hoy, en 2025, huele más a narco-corrido que a ensayo literario?

Comencemos por el Estado, ese ente que, según la Constitución, debería ser el guardián de la paz, pero que en la práctica actúa como un socio involuntario –o voluntario, dependiendo del sexenio– en el gran carnaval delictivo. Según índices aún no publicados en las conferencias mañaneras del pueblo, las extorsiones han escalado un 45.5% desde 2015, y los delitos de narcomenudeo un impresionante 161%, como si el país se hubiera convertido en un supermercado de vicios al por mayor.

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El gobierno, con sus operativos espectaculares y sus discursos de “abrazos (a las y los jóvenes), no balazos”, parece más un extra en una película de Hollywood sobre carteles del narco, vista a través de un servicio de pago por evento, que un protagonista capaz de reescribir el guion.

Y mientras tanto, el deterioro institucional avanza, como lo señalan los índices y la estadística no oficiales, ese hecho convierte a México en un laboratorio donde el CO no solo compite con el Estado, sino que lo suplanta en regiones enteras, desde Sinaloa hasta Michoacán y de Tijuana a Tamaulipas, donde los líderes del CO dictan leyes con la autoridad de un virrey.

Ah, el CO: esa hidra multifacética que, en 2025, posiciona a México como el tercer país más afectado por la delincuencia en el mundo, según el Global Organized Crime Index.

Y donde las instituciones del Estado, en su danza macabra, responden con políticas que oscilan entre la represión fallida y la negociación soterrada, recordándonos aquella frase de Porfirio Díaz: “Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos”.

Y luego está la sociedad desorganizada, esa masa fragmentada que, descrito con pluma afilada, mezcla el kitsch de las marchas antisistema con el horror de las fosas clandestinas. En un país donde la desigualdad social es el pan de cada día –con millones en la pobreza mientras los oligarcas bailan en yates–, la sociedad se desorganiza en archipiélagos de miedo: comunidades desplazadas por la violencia, jóvenes reclutados por el narco y una clase media que se refugia en Netflix para olvidar el tiroteo de la esquina.

Para acreditar nuestro optimismo, los índices globales de 2025 nos ubican como país líder en mercados criminales, donde la corrupción permea todo, desde el policía de tránsito hasta el juez de distrito.

¿Dónde está la organización civil? En protestas esporádicas, en memes virales que ridiculizan al poder, pero rara vez en una cohesión que desafíe el statu quo. Es la sociedad del “ni modo”, del “así es México”, esa resignación que transforma la indignación en chiste, como en los monólogos de Chespirito, pero con un hipertexto de tragedia griega.

En ese triángulo perverso, el Estado finge soberanía mientras el CO la ejerce de facto, y la sociedad, desorganizada por diseño –por la pobreza, la impunidad, el éxodo migratorio y la precaria educación formal–, se convierte en espectadora de su propio derrumbe.

¿Cuál sería la solución? Tal vez un nuevo Pacto por México, pero no el de los políticos de la tecnocracia nacional revolucionaria neoliberal, sino uno cultural, donde intelectuales, artistas y ciudadanos retomen la tradición de la crítica mordaz, mediante crónicas como parodias, riéndose del absurdo para desarmarlo. Porque en México, la risa es el último bastión contra el caos, y mientras haya un mariachi cantando El Rey en medio del tiroteo, hay esperanza. O al menos, un buen epitafio.

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