La cifra estremece. Más de 62 mil millones de pesos de fondos federales destinados a acciones de salud, educación, seguridad, obras, asistencia social y atención a desastres naturales fueron malversados en el estado de Veracruz durante el gobierno de Javier Duarte de Ochoa. Se trata, de acuerdo con la Auditoría Superior de la Federación (ASF), del mayor caso de desvío de recursos públicos del que se tenga registro en la historia reciente del país. Un auténtico saqueo a los dineros de la nación, a los programas que debieron sostener la vida, la esperanza y el bienestar de millones de veracruzanos.
Esa abismal cifra no solo retrata el grado de descomposición que alcanzó el régimen de Duarte, sino también el profundo fracaso del sistema de control y rendición de cuentas que debería haber impedido semejante expolio. Porque el daño no fue únicamente económico; fue moral, institucional y social. Cada peso desviado significó un niño sin escuela digna, un enfermo sin medicinas, una comunidad sin obras, un campo sin apoyo, una madre sin ayuda, un policía sin equipamiento, una familia desprotegida frente a la violencia o la naturaleza.
Durante los años de Duarte —heredero político de Fidel Herrera y producto del viejo régimen priista que se negaba a morir— Veracruz se convirtió en un laboratorio de corrupción institucionalizada. Los recursos federales llegaban a las arcas estatales con destino específico, pero pronto se diluían entre empresas fantasma, contratos simulados y triangulaciones a través de una red de prestanombres y dependencias cómplices. La ASF documentó cómo se operaban los desvíos con absoluta impunidad, al amparo de una maquinaria burocrática que respondía más a intereses de grupo que al mandato legal.
No fue un acto aislado ni una serie de errores administrativos: fue una estructura criminal montada desde el poder. El gobierno estatal, que debía ser garante del bienestar social, se transformó en una empresa de saqueo. Las secretarías de Finanzas, Salud, Educación, Desarrollo Social y Seguridad Pública fueron utilizadas como cajas chicas para enriquecer a una élite política que, en su desmedido afán de control, confundió la administración pública con su patrimonio personal.
La ASF ha confirmado que, a diferencia de otros casos emblemáticos —como el escándalo de Segalmex o la Estafa Maestra—, lo ocurrido en Veracruz superó por mucho en volumen y sistematicidad los desvíos detectados en cualquier otro gobierno estatal. Más de 62 mil millones de pesos que debieron haberse traducido en hospitales, escuelas, caminos, viviendas y programas sociales, se convirtieron en activos personales, propiedades, transferencias bancarias, viajes y campañas políticas.
Y aunque Javier Duarte fue detenido, procesado y sentenciado, el castigo impuesto no se corresponde con la magnitud del daño. Porque no se trata solo de un individuo, sino de una red de complicidades que incluyó funcionarios, empresarios, legisladores y hasta autoridades federales que miraron hacia otro lado. La justicia mexicana, una vez más, se mostró ciega frente a los poderosos, y la sanción se redujo a una suerte de escarmiento mediático más que a una reparación real del daño.
Veracruz no ha logrado recuperarse del todo. El deterioro institucional que dejó Duarte se refleja aún en la precariedad de sus servicios públicos, en la desconfianza ciudadana y en la falta de inversión. Las heridas sociales son visibles: comunidades que siguen sin agua ni electricidad, hospitales que funcionan a medias, escuelas improvisadas y un clima de inseguridad persistente. El costo de la corrupción no se mide en números, sino en vidas truncadas y en la desesperanza de una población que fue víctima de sus propios gobernantes.
La corrupción, decía Octavio Paz, es “una forma de modernidad invertida”: destruye lo que toca, pervierte las instituciones y convierte al Estado en botín. Lo de Veracruz fue exactamente eso: la modernidad invertida de un sistema político que aún hoy se resiste a la transparencia y al escrutinio.
Y es que mientras no haya consecuencias proporcionales, el mensaje seguirá siendo devastador: robar del erario es rentable. Duarte, preso pero privilegiado, se ha convertido en símbolo de esa impunidad que tanto daño ha hecho a la democracia mexicana. Su caso no es una excepción, sino un espejo en el que se reflejan muchas otras historias de corrupción aún impunes.
Frente a ello, urge repensar el federalismo fiscal mexicano. No basta con transferir recursos; se necesita un modelo de supervisión conjunta que involucre a la ciudadanía, a los congresos locales, a los órganos de fiscalización y a la sociedad civil. La transparencia no puede ser un ejercicio voluntario, sino una obligación con consecuencias. De lo contrario, los Duarte seguirán multiplicándose.
También es momento de revisar la función de la ASF y dotarla de mayores atribuciones sancionadoras. No puede ser que la instancia encargada de auditar los recursos públicos sea solo un testigo impotente. La rendición de cuentas no debe quedarse en la denuncia, sino traducirse en justicia efectiva y en recuperación del dinero robado.
Lo de Veracruz debe servir como lección y advertencia. Los fondos federales no son propiedad de los gobernantes, sino de la nación. Administrarlos con honradez no es una virtud, es un deber constitucional. Y desviarlos, como lo hizo Duarte y su camarilla, no es un acto político: es un crimen de lesa patria.
En un regímen democrático y donde prevalece el Estado de derecho, resulta intolerable que casos de tal magnitud queden sin reparación. El daño no se borra con un proceso judicial mediático ni con declaraciones rimbombantes sobre combate a la corrupción.
México no puede seguir normalizando el saqueo. Cada peso robado al pueblo es un golpe a su dignidad, una afrenta a su confianza y un retroceso en su desarrollo. Duarte simboliza la podredumbre del viejo sistema, pero también el reto pendiente del nuevo: construir una república donde la honestidad no sea excepción, sino norma.
La historia de Veracruz nos recuerda que la corrupción no es una fatalidad, sino una elección. Y que mientras la sociedad no exija con fuerza y constancia cuentas claras y justicia verdadera, los saqueadores seguirán encontrando refugio tras los muros del poder. Porque lo que está en juego no es solo el dinero perdido, sino la fe en que este país puede, algún día, gobernarse con decencia.





