Refutaciones Políticas
En las últimas décadas, las democracias liberales occidentales han enfrentado crecientes tensiones: por un lado, promueven elecciones libres y Estados de derecho; por otro, han visto cómo el poder real se concentraba en élites político-económicas y en instituciones tecnocráticas fuera del control ciudadano.
El resultado ha sido lo que algunos teóricos denominan Posdemocracia o democracia de baja intensidad: un sistema formalmente democrático, pero socialmente oligárquico, donde las mayorías sienten que sus demandas no encuentran cauce en la política institucional. Ante estos límites y distorsiones de la democracia liberal (desigualdad extrema, captura corporativa empresarial del Estado, decisiones económicas impuestas por expertos no electos), el populismo surge como una respuesta legítima y quizás inevitable.
Chantal Mouffe ha llegado a advertir que el verdadero peligro para nuestras sociedades no es un eventual populismo radical, sino el avance de un “neoliberalismo tecno-autoritario” que vacía de contenido la soberanía popular y deja a los ciudadanos impotentes frente a “los mercados” y las burocracias. En este sentido, el populismo encarna el ¡ya basta! de la gente común ante la arbitrariedad tecnocrática del neoliberalismo global.
La lógica es clara: cuando las decisiones fundamentales (sobre austeridad, empleo, bienestar, etc.) las toman organismos tecnocráticos o financieras internacionales sin consultar al pueblo, la promesa democrática se rompe. Los partidos tradicionales a menudo se acomodaron a ese marco, aceptando el There Is No Alternative neoliberal. Esto estrechó tanto el espectro de políticas posibles que, para amplios sectores, daba igual votar a unos u otros: las élites gobernantes siempre aplicaban la misma receta, anteponiendo los dictados de los mercados a las necesidades populares. Así se configuró lo que Mouffe llama visión pospolítica: la negación de cualquier frontera ideológica real en la política, bajo la idea de que no hay alternativa al status quo. Pero al suprimir el conflicto democrático, se incubó el desencanto y la frustración. Tarde o temprano, esa energía tenía que canalizarse por algún cauce. El auge del populismo en el siglo XXI responde a este contexto: reabre el espacio político a las mayorías excluidas y polariza nuevamente el debate público en torno a un eje fundamental olvidado (pueblo vs. oligarquía), revitalizando la promesa incumplida del gobierno del pueblo.
Autoras como Margaret Canovan han señalado que el populismo funciona como la “sombra necesaria” de la democracia. En su análisis de las dos caras de la democracia, una “pragmática” (institucional, de gestión) y otra “redentora” (utópica, de empoderamiento popular), Canovan observa que cuando la política se limita a maniobras de despacho y se olvida del ideal inspirador de la soberanía popular, tarde o temprano surge una rebelión populista. La democracia liberal tiende a generar su propio déficit: promulga “el pueblo decide” pero en la práctica elige por él una élite profesional. Esa brecha entre la promesa redentora (“nosotros, el pueblo, gobernamos nuestro destino”) y la realidad pragmática (“mandan los de siempre”) es, como apunta Canovan, un “fértil caldo de cultivo para la protesta populista”. En lugar de ver esto como una anomalía, deberíamos reconocerlo como un mecanismo correctivo: el populismo devuelve al primer plano las exigencias populares cuando el establishment las ignora. Es, por así decir, la democratización de la democracia, un recordatorio de que las instituciones existen para servir al pueblo, no para tutelarlo.
La historia reciente ofrece ejemplos elocuentes de este fenómeno. Tras la crisis financiera de 2008, millones de ciudadanos se sintieron traicionados: los bancos fueron rescatados con dinero público mientras la gente común pagaba los costos con desempleo y recortes. Esta indignación alimentó movimientos populistas de distinto signo en Europa y EE.UU., desde nuevos partidos de izquierda hasta revueltas contra las élites tradicionales.
En Europa meridional, la “troika” (FMI, BCE, CE) impuso duras políticas de austeridad a países endeudados, soslayando la voluntad popular expresada en las urnas e incluso en referendos (el caso paradigmático fue Grecia en 2015). Como respuesta, surgieron fuerzas populistas que denunciaban la arbitrariedad tecnocrática de Bruselas y reclamaban el retorno de la soberanía económica y política a los ciudadanos. Chantal Mouffe define este periodo como el “momento populista” en que nos hallamos: una crisis orgánica de la hegemonía neoliberal que abre dos vías posibles, o bien un giro autoritario por la derecha, o una recuperación radical de la democracia por la vía populista de izquierda. Nada garantiza de antemano el desenlace, pero Mouffe insiste en que la única esperanza progresista es articular las resistencias populares en favor de más democracia, contra la lógica desmovilizadora del neoliberalismo. Importante: el populismo aquí no es sinónimo de caudillismo vacío, sino de una estrategia política que busca devolver voz y poder a las mayorías.
X: @RubenIslas3





