El etiquetado frontal en alimentos y bebidas que indica el contenido calórico mediante sellos ha sido un logro de la salud pública sobre la rapaz industria que ha cargado nuestras venas de azúcares con tal de aprovechar la irremediable adicción que aquella genera y lograr un efecto de compra compulsiva, aunque se tratase de productos que solo de forma moderada, como excepción, podrían recomendarse.
Desde cereales, barras supuestamente nutritivas hasta alimentos ultraprocesados, ahora cuentan con una advertencia pedagógica que orienta al consumidor sobre qué tan saludable o no es un producto, haciéndole consciente de que debe consumir lo menos posible aquellos con muchos sellos porque se asocian con enfermedades crónico‑degenerativas y cardiovasculares como diabetes, hipertensión y obesidad.
En este octubre, mes para combatir el cáncer de mama, voy leyendo estadísticas catastróficas: en México, este es el cáncer que causa el mayor número de muertes entre las mujeres. De acuerdo con datos del Observatorio Global del Cáncer (GLOBOCAN), en 2020 se registraron más de 31 mil nuevos casos en el país, lo que representa cerca del 15 por ciento de todos los cánceres diagnosticados en mujeres. La edad de diagnóstico cada vez resulta más temprana, existiendo casos de mujeres menores de 25 años, y un tercio de los casos ocurre en menores de 50, según el estudio de la Cohorte de Maestras Mexicanas (CMM). Más del 50 por ciento de los diagnósticos se realiza en etapas localmente avanzadas, reduciendo drásticamente las posibilidades de tratamiento exitoso, de acuerdo con investigaciones publicadas en la revista médica The Lancet.
El cáncer de mama afecta en más del 95 por ciento a mujeres, y un alto porcentaje de muertes podría evitarse con prevención, detección temprana y tratamiento. Ninguna de las tres etapas tiene un rendimiento óptimo en nuestro sistema de salud. Hoy me enfocaré en la prevención, pues este cáncer resulta, en gran medida, prevenible: son los disruptores endocrinos los enemigos silenciosos que influyen en su desarrollo.
Se dice que hay más de 900 razones químicas por las que el cáncer de mama está aumentando. Se trata de sustancias que alteran el equilibrio hormonal y provocan que el cuerpo reaccione con respuestas autoinmunes o desarrolle tumores.
Un análisis de la Universidad de California en Berkeley identificó más de 900 compuestos presentes en productos de consumo cotidiano que presentan rasgos asociados al cáncer de mama. Estas sustancias, conocidas como disruptores endocrinos, están en plásticos y envases (como el bisfenol A y los ftalatos), en cosméticos (parabenos y fenoles), en conservantes antibacterianos (triclosán, BHA, BHT) y en pesticidas como la atrazina y el glifosato. También se encuentran en desodorantes, prendas sintéticas, detergentes, suavizantes y hasta en los compuestos perfluorados (PFAS) del teflón de los sartenes o de la ropa impermeable.
El factor de género y los cuidados contribuyen a aumentar la exposición. Gran parte de los productos de limpieza libera tóxicos que, al inhalarse o tocarse, generan reacciones. El hecho de que sean principalmente mujeres quienes dedican más horas a las actividades domésticas genera un contacto directo y prolongado con estos químicos.
La industria de la belleza tampoco se salva: perfumes, cremas y cosméticos pueden contener disruptores endocrinos, al igual que algunos alimentos ultraprocesados. Incluso existen productos de contacto directo con los senos o las axilas que, al usarse de manera constante, filtran tóxicos hacia las glándulas mamarias.
Nadie nos lo dijo, ni a nuestras madres, abuelas, ni a nuestras hermanas. Por eso resulta urgente un nuevo etiquetado frontal: uno que advierta la presencia de disruptores endocrinos. Entre 2010 y 2019, los diagnósticos de cáncer de mama en mujeres jóvenes aumentaron más del 19 por ciento, y son ellas quienes menos oportunidad de sobrevivir tienen, según datos de la organización Breast Cancer Prevention Partners.
Uno de los efectos del etiquetado frontal contra la obesidad fue que las marcas comenzaron a preocuparse por desarrollar productos con menos sellos, y algunas líneas supuestamente “fitness” quedaron exhibidas por ofrecer productos con tantos sellos como unas papas fritas. El consumo se volvió más inteligente y consciente. Hoy resulta urgente que la ciencia y la salud sean límites a la voracidad del mercado, que está intoxicando nuestros cuerpos y generando una carga insostenible al erario público.
No hay manera de justificar que exista información científica comprobada sobre productos de uso diario que es ignorada deliberadamente, mientras millones de mujeres compran a diario su propia muerte. Tampoco es aceptable que los gobiernos enfrenten la escasez de medicamentos y tratamientos sin responsabilizar a quienes ofrecen productos dañinos sin advertirlo. La mínima advertencia de que los disruptores endocrinos contribuyen al desarrollo del cáncer de mama podría hacer que las mujeres comencemos a consumir de manera consciente e informada, evitando al máximo ese tipo de productos.
El etiquetado frontal ya demostró ser una herramienta educativa poderosa. Ahora toca dar el siguiente paso: un etiquetado que advierta sobre las sustancias químicas que alteran el sistema hormonal. El cáncer de mama no se explica solo por lo que comemos, sino también por lo que respiramos, absorbemos o tocamos cada día.
En México, donde este cáncer es la primera causa de incidencia en mujeres, no podemos esperar más. Que este octubre no se quede en moños rosas y campañas simbólicas: que sea el inicio de una política pública valiente, un etiquetado frontal de disruptores endocrinos que proteja nuestras vidas.