En redes, nada surge por azar. Las tendencias tienen un guion. Un productor. Un reparto. Una estrategia. La agenda de antagonismo digital es eso: un plan para instalar conflictos, amplificarlos y mantenerlos vivos el tiempo necesario. Es diseño. Así como lo oye. Cada clic, cada hashtag, cada imagen busca encender una chispa. No se busca diálogo, se busca fricción. En este ecosistema, las reacciones valen más que la verdad. Así es. La indignación se convierte en moneda de cambio. El conflicto, se ha vuelto un en negocio. Veamos

Primero, todo empieza con un mapa de ruta. Un tema sensible. Un enemigo visible. Un canal de difusión que no falla. Los operadores eligen la debilidad para explotarla. Los algoritmos la ensanchan. El público cree que es una mera casualidad. No lo es. Se define un blanco, se diseña un relato y se reparten los roles correspondientes.

En México, un video editado de un acto público puede desatar una tormenta en minutos. La imagen se recorta. La frase se aísla. El contexto desaparece. El resultado: un clip de segundos que circula como “prueba” irrefutable. Cuentas coordinadas se activan de inmediato. Bots simulan un respaldo masivo. Influencers afines lo repiten sin cuestionar. ¿Pensar? Jamás. Para qué. Las plataformas detectan el pico de interacción y lo colocan frente a miles de usuarios más. La historia se consolida en tiempo récord.

Y ahí está Monreal, Adán Hernández y tantos otros que han sido llevados al salón de los sacrificios. El público no analiza la fuente ni busca verificar. Renuncia a pensar. Solo reacciona y comparte. Opina, aunque no entienda de lo que opina. ¡Vaya paradoja! Cada interacción suma combustible a la hoguera digital. Cuanto más fuerte el golpe, más alto el alcance. Más conflicto, más visibilidad. Y con ello, más poder. Este guion se repite porque funciona. Y funciona porque se alimenta de emociones que están a flor de piel en el clima tan polarizado en que vive México. Tensiones que esperan un pretexto para estallar. En la política mexicana, la elección del momento para lanzar este tipo de ataques es tan calculada como el contenido mismo. No se improvisa: se ejecuta con precisión y se protege de cualquier intento de desmontarlo. Hay que comer, y no importa cómo.

Segundo, aquí no importa tener razón, importa que prenda. Que busque el camino de la viralidad. El combustible es la emoción: indignación, miedo, rabia. Se lanza un detonante: una frase sacada de contexto, un video recortado, un dato incompleto. En las campañas políticas mexicanas, un clip de apenas segundos ha sido suficiente para alterar la agenda de todo un día. Los usuarios se suman al ataque o a la defensa. No hay matices. Se instala una lógica binaria que obliga a tomar partido. La conversación se enciende, se alimenta y se amplifica. Cuentas afines empujan el mensaje. El algoritmo detecta la actividad y lo expone a más usuarios. Cuando empieza a apagarse, se añade un nuevo elemento: una interpretación más agresiva, una acusación adicional. El ciclo se reinicia. La gente empieza a ver la política como una batalla permanente. El debate real se diluye. La velocidad y la intensidad reemplazan a la verdad. Este ciclo no solo informa: deforma. Moldea percepciones, bloquea la empatía y convierte al adversario en enemigo. Y al enemigo, en amenaza. Así, cualquier reacción se justifica.

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El antagonismo digital no requiere pruebas sólidas; le basta con imágenes impactantes y simples palabras para provocar un efecto inmediato. Lo importante es mover la emoción antes que el pensamiento. Bienevnid@ a la realidad. Y cuanto más se repite, más se convierte en parte natural del paisaje informativo, moldeando incluso la memoria colectiva de los hechos.

Tercero, en México el antagonismo digital no es un fin en sí mismo, es un arma. Sirve para ganar elecciones, para destruir reputaciones, para frenar iniciativas o impulsar reformas. Un escándalo bien dosificado puede modificar la percepción de un candidato en horas. Una campaña de confrontación puede paralizar un proyecto político durante semanas, meses e incluso años. El costo lo paga la sociedad. La confianza en las instituciones se erosiona. Los consensos mínimos se rompen. La moderación se castiga como traición. Cuando la polarización se instala, cuesta desactivarla. Los que se benefician no quieren frenarla. Las plataformas no pueden —o no quieren— intervenir. El conflicto constante agota a las personas, pero también las vuelve más dependientes de las redes que lo provocan. Cuanto más indignado está el usuario, más tiempo pasa en la plataforma. Más comenta. Más comparte. Más datos genera. Y esos datos alimentan la próxima campaña. Es un círculo vicioso perfecto: el enojo se capitaliza, la interacción se monetiza y la división se normaliza. Increible ¿no?

El negocio se reinicia una y otra vez, afinando la estrategia, aprendiendo qué temas prenden más rápido y qué narrativas penetran más hondo. ¿Y la ética? Bien gracias. ¿Y el derecho? Lo mismo. En México, este mecanismo se ha integrado a la lógica electoral, mediática y hasta gubernamental. No es improvisación: es método. Y como todo método exitoso, se repite, se perfecciona y se protege. Al final, quien domina estas reglas no solo influye en la conversación, también condiciona el clima social y, con él, el resultado político. En un sistema así, la verdad se convierte en un elemento secundario frente a la utilidad estratégica del conflicto.

No es un debate ni mucho menos. Es un diseño. No es tampoco diálogo. Es un guion. En síntesis, quien controla la conversación, controla la confrontación. Y quien controla la confrontación, controla el poder. Mas claro ni el agua pura.

@evillanuevamx

ernestovillanueva@hushmail.com