Las encuestas se han convertido en el blindaje más poderoso de la Cuarta Transformación. Pero como revela el ensayo “Las encuestadoras: fábricas de popularidad presidencial”, de Carlos Hernández Torres, lo que se presenta como consenso social es, en realidad, un espejismo numérico: cifras que sustituyen al voto, popularidad declarada que nunca llega a las urnas.
La política mexicana ya no se mide en plazas ni en urnas, sino en encuestas. Desde 2018, Consulta Mitofsky encabeza un cardumen de empresas que repiten sistemáticamente un mismo mensaje: AMLO y Claudia Sheinbaum son presidentes intocables. El ensayo lo sintetiza con precisión: “Las encuestas declarativas muestran un apoyo masivo que no se traduce en acción política”. En los momentos clave, la distancia entre la narrativa y la realidad ha sido evidente. En 2021, durante las elecciones intermedias en la Ciudad de México, Mitofsky proyectaba un arrase de Morena, pero terminó perdiendo 9 de 16 alcaldías. En 2022, durante la revocación de mandato, se anunciaba un respaldo del 65%, pero apenas votó el 17.7% de los ciudadanos. Y en 2025, en la elección judicial que pretendía ser la validación popular de la reforma de Sheinbaum, Mitofsky hablaba de más del 70% de apoyo, mientras la participación nacional no superó el 13% y un 23% de boletas fueron anuladas. La conclusión es demoledora: la supuesta mayoría silenciosa nunca se materializa en votos.
El obradorismo insiste en que su popularidad nace del apoyo a los más pobres. Sin embargo, los datos contradicen esa narrativa. Según el ensayo, “los hogares del 10% más rico pasaron de recibir 6% de los apoyos en 2018 a casi 20% en 2022, mientras la cobertura para el 5% más pobre cayó de 57% a 49%”. Es decir, los programas sociales generan simpatía declarada, pero no voto leal. El ejemplo de Iztapalapa y Tláhuac en 2021 lo confirma: bastiones beneficiarios de programas donde la participación cayó por debajo del 50%.
Lo verdaderamente inquietante no es la metodología, sino el uso político de las cifras. Las encuestadoras no solo miden: construyen relato. Y ese relato se multiplica en medios y foros televisivos sin someterse a cuestionamiento. Como advierte el ensayo: “Las encuestas, lejos de medir el termómetro ciudadano, funcionan como un bloqueador discursivo”. Este blindaje estadístico cumple varias funciones: actúa como vacuna contra el desgaste, disciplina a aliados y actores económicos que prefieren alinearse antes que contradecir al supuesto consenso, y desmoviliza a la oposición al presentarla como marginal frente a un 70% que se repite como dogma.
El ensayo lo plantea sin rodeos: “La elección judicial fue, en términos estadísticos, una auditoría ciudadana no planeada… Y la narrativa oficial salió reprobada”. Estamos ante una paradoja central: presidentes con aprobación récord, pero con un electorado que no acude a defender sus proyectos. Popularidad en la pantalla con apatía en la urna.
La 4T ha hecho de las encuestas su armadura, su narrativa de poder y su principal instrumento de control político. Pero la legitimidad no se mide con cifras (reales o infladas), sino con votos reales. El 2 de junio de 2025 lo demostró: la estadística puede engañar, pero las urnas no perdonan. La pregunta no es si el espejismo se sostendrá, sino cuánto tardará en colapsar.