Tradicionalmente el presidente de Estados Unidos de América termina sus intervenciónes y discursos públicos con la frase: Dios bendiga América. A nadie parece molestar que cierre como se haría en cualquier oración, no se ven narrativas criticándolo por ese acto. Se ha vuelto parte del protocolo pero refleja algo más, una identidad religiosa dentro de una joven nación que, fiel a su origen, tiene al mundo de cabeza. Quizá los últimos presidentes republicanos hayan sido los más afectos a mostrar su predilección al cristianismo: Bush Jr. justificó la invasión a Irak y a Afganistán so pretexto de ser una “guerra santa”; Trump se ha asumido como “El elegido por Dios” por haber sobrevivido a un fallido atentado, entre otras acciones como la de abrir una “Oficina para la fe” en la Casa Blanca.

La pregunta sigue siendo, ¿cuál fe? ¿El conjunto de doctrinas dogmáticas conservadoras promovidas por la población blanca neoliberal o se refiere a la fe cristiana? ¿Qué cristianismo? ¿El de los televangelistas o el de los líderes del Movimiento por los Derechos Civiles? ¿El cristianismo que ha sido fortalecido por la diversidad cultural de la migración o el cristianismo de JD Vance, cercano a los católicos conservadores y temerosos de la prédica social del Papa Francisco? Sea la clase de creencia que tiene la clase política republicana que apoya a Trump, es algo lejano al cristianismo y cercano al fundamentalismo blanco.

En un nada extraño giro de la historia, Trump decidió apoyar al gobierno encabezado por Netanyahu y junto con ese apoyo, el de muchas comunidades cristianas que hacen una complicada vinculación entre el pueblo elegido de Israel (del relato bíblico) y el actual Estado ilegítimo de israel (las minúsculas son intencionales y responsabilidad de quien las escribe). Es decir, se minimiza una cultura que enfrentó adversidades, con seguidores de un proyecto político colonizador y destructor. Lo peor de todo es que esa narrativa no son solamente palabras, son actos de repudio a la humanidad y el derecho a los pueblos a existir.

En 2023, Netanyahu, hablando sobre el genocidio contra el pueblo de Palestina, dijo: “Con fuerzas compartidas, con fe profunda en la justicia de nuestra causa y en la eternidad de Israel, realizaremos la profecía de Isaías 60:18; ‘Nunca más se oirá violencia en tu tierra, ni desolación ni destrucción dentro de tus fronteras; pero a tus muros llamarás Salvación, y a tus puertas Alabanza’”. Es decir, la destrucción será para sus “enemigos”. Incluso pidió, como ya es costumbre entre el fascismo occidental, “una guerra santa de aniquilación”. Hoy es junio de 2025 y seguimos escuchando cómo se replican estos mensajes. Llaman “terroristas” a quienes asesinaron a sus conciudadanos pero ellos mismos cometen actos de terror contra miles de niños, niñas y adolescentes en Gaza. Etiquetan al pueblo Palestino como “invasores” cuando ellos son quienes invaden.

Las mismas preguntas surgen, ¿qué clase de judaísmo es el que expresa Netanyahu? ¿Es el mismo de Jesús o es también un proyecto político para beneficio de una élite? ¿Es el mismo judaísmo que el de los esclavos en Egipto? ¿Es el mismo que el de los profetas? ¿El de Rut, Judit o Ester? Así como creo que Jesús se confundiría mucho si viera un templo cristiano, también creo que si algún profeta volviera se decepcionaría y alarmaría frente a las acciones del pueblo que se dice heredero del éxodo de Egipto.

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Dios ha sido el personaje más invocado en este conflicto y, paradójicamente, parece que es la última voz que se escucha. Es el clamor de una niña palestina pidiendo comida; es el científico iraní herido por buscar bienestar para su pueblo; es la mujer que tuvo que migrar al norte para buscar mejores oportunidades para su familia y ahora es tratada como delincuente. Increíble que los políticos que tanto mencionan a Dios parece que son quienes menos pueden escucharlo, verlo y entender su mensaje.

Que Dios nos bendiga, de los que nos “bendicen”.