“Los padres dejan robar; los hijos roban; los nietos disfrutan del robo. Para la tercera generación, el blanqueo es total.”

Reflexión propia

No sabía usar tarjeta de crédito, pero sí recibía sobres amarillos repletos de billetes. Nunca declaró un peso ante el SAT, ni siquiera por los libros que vendió. Cargaba con 200 pesos en la cartera, pero con eso —misteriosamente— pudo mandar a su hijo al Mundial en Francia.

La presidenta Sheinbaum asegura en su libro que “nunca se podrá vincular a AMLO con la corrupción”. Conviene recordarle que el propio López Obrador solía repetir que el presidente se entera de todo, de todo, y que “si hacen una transa grande es porque se permitió”.

Pues las permitieron. Y a montones.

De ahí que el de Macuspana sea responsable de cada una. Empezando por el caso Segalmex, el peor escándalo de corrupción del sexenio pasado —y eso ya es decir mucho—. La secretaria de la Función Pública, Raquel Buenrostro, informó el viernes pasado que 27 funcionarios y exfuncionarios fueron hallados culpables. El daño al erario supera los 15 mil millones de pesos, con desvíos que incluso alcanzaron operaciones en Polonia.

Imposible defender a López Obrador, aunque su pupila lo intente. Peor aún cuando el propio AMLO, sabiendo de las corruptelas, decidió encubrir a su amigo Ignacio Ovalle y premiarlo con otro cargo público. Premió la corrupción con un sueldo del erario.

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Lo mismo ocurrió con el llamado huachicol fiscal. Los niveles que alcanzó ese lodazal fueron inéditos. Solo en 2023, la Auditoría Superior de la Federación detectó un faltante de más de 52 mil millones de pesos. Y aun así, el Congreso —el de ahora, el “honesto”— aprobó la cuenta pública de López Obrador.

Traducido: hay 52 mil millones desaparecidos y todo “en orden”. La impunidad es política de Estado. (¿Con qué cara reclamar entonces a Grupo Salinas lo que deba?).

Tampoco sirvió entregar las aduanas al Ejército “para frenar la corrupción”. Lo único que se frenó fue la transparencia. Hoy los sobornos y el contrabando crecen bajo sigilo castrense. La corrupción se militarizó.

El informe “El tamaño de la impunidad en México”, de Impunidad Cero, exhibe la podredumbre: el 93.6% de los delitos no se denuncia y menos del 1% se resuelve. La probabilidad de que un delito sea castigado es de apenas 0.09%. Cero. Nada.

En el país que presume “transformación”, conviene ser delincuente: la posibilidad de que te acusen y condenen es microscópica. Por eso, cuando vecinos o pasajeros golpean al ladrón que acaban de atrapar, cometen un nuevo delito: el de suplir a una autoridad ausente.

Desde dentro del propio gobierno se conocen los desfalcos: el saqueo de la hacienda pública, el incremento brutal de la deuda nacional, los contratos inflados y las obras con sobrecostos. Y no hay un solo castigado. Ni uno.

Decir que la corrupción no tocó a López Obrador no es solo inverosímil: es hipócrita. El expresidente está enlodado hasta la médula. Lo escandaloso es que el “segundo piso” de la transformación no tiene dientes —o se ha quedado sin ellos— para castigar ni voluntad para hacerlo. Los argumentos con los que pretenden maquillar o justificar lo robado resultan ofensivos.

La corrupción está desatada. Y la consigna parece ser seguir robando, siguiendo el ejemplo del primer corrupto y corruptor: Andrés Manuel López Obrador.

Giro de la Perinola

¿Dónde quedó la bolita? Tren Maya, Segalmex, AIFA, Mexicana, desabasto de medicinas, quebranto en Conacyt, faltantes en las cuentas públicas, carreteras recién inauguradas que ya se derrumban, la “farmaciota” fantasma, médicos mal pagados, inversión en infraestructura desplomada, huachicol y huachicol fiscal.

Todo con el mismo denominador: corrupción.

Mientras tanto, la deuda pública se duplicó en seis años.

¿Dónde quedó el dinero?