“Cuando los malos entran en combinaciones, los buenos deben asociarse; de otra suerte sucumbirán uno por uno en un sacrificio sin piedad, en una lucha despreciable”.

EDMUND BURKE

“Algunos chicos tienen toda la suerte

(Some guys have all the luck)

Algunos chicos tienen todo el dolor

(Some guys have all the pain)

Algunos chicos tienen todas las rupturas

(Some guys get all the breaks)

Algunos chicos no hacen más que quejarse

(Some guys do nothing but complain)”.

ROD STEWART

Que un jefe de Estado sea abucheado o boicoteado en Naciones Unidas no sucede todos los días. Y el viernes pasado, cuando Benjamín Netanyahu pisó la Asamblea, ocurrió algo realmente notorio: decenas de delegaciones abandonaron la sala y su discurso fue recibido con abucheos. Que eso ocurra frente a cancilleres y presidentes del mundo es un episodio que quedará marcado. No se me ocurre un antecedente reciente tan directo: muchos líderes han sido criticados, ignorados, incluso ridiculizados, pero pocas veces —o nunca— asistimos a un “vacío diplomático” tan público y tan ruidoso.

Los historiadores de la diplomacia podrán escarbar en archivos, pero lo que hallarán son casos distintos: Nikita Jrushchov golpeando con su zapato en 1960 para acallar a la Asamblea, Fidel Castro hablando durante más de cuatro horas para convertir la ONU en su escenario personal, Hugo Chávez llamando “diablo” a Bush mientras hacía la señal de la cruz. Color, anécdotas, gritos. Pero lo de Netanyahu fue otra cosa: la representación diplomática internacional dándole la espalda de manera coordinada. No fue show, fue repudio.

Y aquí es donde entra también Gustavo Petro y sus excesos. Empezaré por decir en lo que creo tiene razón: su crítica al apoyo incondicional de Estados Unidos a Israel. Washington ha usado su poder de veto en el Consejo de Seguridad, su chequera diplomática y su blindaje militar para sostener algunas agresiones israelíes en Gaza. Eso no lo inventó Petro; es un hecho histórico. Llamarle genocidio a lo que ocurre en Gaza tampoco es desvarío: hablamos de decenas de miles de muertos civiles, de hambre deliberada, de destrucción sistemática.

Pero Petro, como buen populista de manual, no sabe quedarse en el terreno donde tiene razón. Se excedió –otro que se pasó de tueste–. Parado en Nueva York, en suelo estadounidense, llamó a la rebelión del ejército norteamericano contra su propio gobierno. Ni Fidel en su mejor época soltó semejante disparate. Eso no es valentía, es irresponsabilidad pura, es demagogia bananera. Y ahí sí, la decisión de Washington de retirarle la visa y sacarlo del país no sólo es comprensible, era inevitable.

Vuelvo al otro lado: a Netanyahu y al genocidio en primera fila. Que niegue la hambruna en Gaza frente a una sala vacía no es sólo cinismo, es insulto a la muerte misma. Las evidencias son demasiadas, las imágenes imposibles de ocultar. El primer ministro israelí puede seguir disfrazando la masacre con palabras solemnes, duras, pero el eco de los asientos vacíos le gritó la verdad: no todos están dispuestos a seguir aplaudiendo al verdugo.

Y aquí conviene matizar. Se puede discutir jurídicamente si lo que ocurre es o no un genocidio. Habrá quienes lo sostengan y quienes lo nieguen. Pero lo que NO tiene discusión es la falta total de empatía de Netanyahu en su discurso. Ni una sola línea para lamentar las muertes atroces en la franja de Gaza. Ni un “lamento los decesos civiles”, ni un gesto mínimo de humanidad. Nada. Como si el sufrimiento de familias enteras no existiera, como si los cadáveres de niños fueran invisibles. Y de paso, ni una palabra para los civiles israelíes que también han sido víctimas. ¿Qué le costaba mostrar humanidad? Reconocer la tragedia no habría debilitado su postura política. Sólo lo habría hecho parecer un ser de carne y hueso –y, en una de esas, tener razón–.

Así que en este asunto, nadie se salva. A la derecha, a la izquierda, en Medio Oriente o en América Latina: todos se ganan sus sanciones a pulso. Petro, con su delirio populista; Netanyahu, con su maquinaria de exterminio. No hay inocentes en este escenario.

Y sin embargo, por increíble que parezca, lo más notable no está en lo que dijeron ellos, sino en lo que hizo Naciones Unidas. La ONU resucitó (un poco). Por primera vez en mucho, mucho tiempo, en la Organización pasó algo que importó. Brilló algo la luz en un recinto que llevaba años convertido en mausoleo diplomático. Un boicot que sí dolió, un abucheo que sí pesó, un vacío que sí incomodó. Naciones Unidas dejó de ser por unos minutos el cementerio de discursos huecos para recordarle al mundo que ahí también se puede hacer historia.

Lo cual por supuesto no borra la urgencia: ese organismo necesita una reforma ya. Urge transformar a la Asamblea General, urge reventar de una vez por todas ese Consejo de Seguridad secuestrado por un veto que ayer usaba Moscú y hoy se adueña Washington. Ese poder absoluto, caprichoso y sin contrapeso es la negación misma de la democracia global.

Que empecemos, de una vez, a pensar que muchas cabezas —de verdad— piensan mejor que una.