En la agenda que comprende las próximas reformas legislativas está inscrita la referente a la materia electoral; para ello el gobierno anunció la conformación de una comisión integrada por personajes que le son afines, al tiempo que se anticipa la realización de foros de consulta y discusión que darán pie a la presentación del proyecto respectivo en enero del año entrante.

De antemano se advierte el propósito de dominar el ejercicio que llevará a la propuesta en cuestión, y se pone en duda la capacidad que se le permitirá a quienes participen en la discusión. Ello, ante el carácter cerrado del grupo encargado de “la consulta”, y de la experiencia que se tuvo en la reforma judicial -misma que fue básicamente impermeable a las sugerencias y comentarios que se hicieron en el ejercicio de discusión y análisis sobre el tema-, como también ha sucedido con la rigidez del proceso legislativo para la aprobación de iniciativas, cuya característica ha sido la resistencia hacia incorporación de las recomendaciones y observaciones de la oposición.

Cierto, aun no se ha presentado la iniciativa en cuestión, pero han sido mencionados algunos de los propósitos que, se asume, la motivan. De entrada, la anima una visión unilateral, pues no se pretende la participación en el grupo organizador de personalidades que tengan autonomía; domina, como en otros casos, una pretensión de reducir el gasto público, considerando que las elecciones tienen un alto costo para las condiciones financieras del país. Por otra parte, se menciona la intención de reducir a los plurinominales o legisladores que llegan al Congreso sin haber obtenido el triunfo en sus distritos, para el caso de los diputados, o en sus entidades federativas, tratándose de los senadores.

Resulta claro que la postura que de entrada se advierte en torno de tales posiciones, niega el proceso que llevó a la formulación de las reglas vigentes, en el sentido de una larga asimilación de experiencias producto del examen de disposiciones que se sucedieron a través del tiempo, para finalmente arribar a las reglas vigentes que son expresión de procesos complejos de discusión y acuerdos.

En el rubro del sistema electoral -que actualmente se define como uno de carácter mixto con predominancia mayoritaria y que incorpora la representación proporcional-, destaca el aprendizaje de prácticas establecidas desde 1963 que, con los diputados de partido, buscaron abrir la representación política en la Cámara de Diputados a la participación de distintas fuerzas políticas; como se sabe, con la reforma de 1977, evolucionó el sistema para garantizar que cuando menos el 25% de la cámara tuviera la representación opositora, lo que significó que en su conformación de 400 diputados, un mínimo de 100 correspondieran a la oposición.

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Desde luego que no fueron dádivas u obsequios la realización de dichas reformas, pues la existencia de diversas corrientes políticas y de movimientos sociales ponían en cuestionamiento la rigidez de la representación legislativa; el desencadenamiento de la violencia aparecía como uno de los costos a pagar en el caso de apostar por la rigidez de un sistema político que enfrentaba claras limitaciones para interactuar con la expresión de la diversidad de intereses, de visiones y de movimientos sociales en el país.

Vale recordar un caso extremo en 1943 cuando el Colegio Electoral discutía el resultado de los comicios del segundo distrito de Oaxaca entre los contendientes Jorge Meixueiro por el PRM, y Leopoldo Gatica Neri, candidato independiente con antecedentes en el propio PRM (entonces las elecciones no se calificaban a través de un tribunal electoral). El trámite consistía en que la cámara se erigía en Colegio Electoral y se sometía a la aprobación el dictamen que se formulaba para cada distrito; en el caso que nos ocupa se proponía aprobar el triunfo del candidato Gatica, admitiéndose que su contendiente subiera a la tribuna a defender su posición; así, y advirtiendo que habían negociado su derrota, el candidato Meixueiro se suicidó en la tribuna. El hecho es que el dominio que tenía el PRI (en ese entonces PRM) era casi absoluto en los distintos distritos electorales, al grado que algunas incorporaciones distintas eran objeto de negociaciones. El control que lograba el partido en el poder le otorgaba un indiscutible carácter hegemónico que se incorporaba a las capacidades y prerrogativas del presidente de la república, lo que en términos de Jorge Carpizo daba lugar a atribuciones metaconstitucionales.

Pero lo que interesa señalar aquí es el hecho de que las instituciones actuales, la legislación que las soporta y las reglas bajo las que operan no son patrimonio de un solo partido; son, por el contrario, producto de una construcción colectiva que les dio origen; de ahí que su modificación posible debiera estar sujeta a los acuerdos de la diversidad de enfoques y de acuerdos que les diera fundamento. Romper la lógica de sustentar las reformas electorales en acuerdos plurales, significa una vía que mira en sentido retrógrada, pues lleva a caminos por los que antes transitamos y que decidimos abandonar por su inoperancia y sentido contrario a la intención de dar pie al fortalecimiento de nuestro régimen democrático.

Desde luego que el sistema electoral tuvo un recorrido intenso a través de reformas posteriores que ampliaron la conformación de la Cámara de Diputados a 500 integrantes, variando los mecanismos para su integración, pero con la idea de que fuera un instrumento fundamental para la consolidación de la pluralidad política, misma que fue uno de los asientos que sirvieron de base a una alternancia política que pudo desplegarse en condiciones de estabilidad y de funcionamiento regular de nuestras instituciones.

Si la visión retro puede ser estéticamente atractiva en la arquitectura y en el arte en general, en política acaba siendo fatal. Modificar leyes con el propósito claro de beneficiar los intereses de un partido o corriente política, excluyendo a los demás, es un camino que conduce al viejo autoritarismo, así como a su legado hegemónico. Recordemos cuando Mussolini quiso consolidarse en el poder, lo primero que hizo fue poner en pie una reforma electoral (1923) que cambió el sistema de representación para favorecer a la fuerza mayoritaria y así la conformación de un gobierno monocolor y no de coalición (la famosa Ley Acerbo); con ello la mayoría parlamentaria le otorgó la base para constituirse como Duce y dejar atrás el sistema parlamentario liberal. Otro tanto sucedió con Hitler en 1933 cuando logró la famosa aprobación de lo que se conoció como Ley de Poderes, que le otorgó la facultad de legislar sin la aprobación del Congreso.

En ambos precedentes se utilizó el andamiaje democrático para de ahí instaurar un cambio de régimen. Por cierto, una pista que ahora se plantea, sin especificar en qué consiste tal mudanza o cambio. El voluntarismo unilateral que se asume como intérprete del pueblo, pero que excluye a la parte del propio pueblo que no le es afín, es una ruta que convoca al fascismo y que se procesa como populismo. Uno de sus planteamientos consiste en arribar al poder a través de la lucha democrática, pero una vez en él instaurar el autoritarismo.

Los referentes históricos hablan de que las reformas legislativas pueden ser el medio para moldear el régimen político, en la ruta de asegurar el predominio autoritario y hegemónico del partido en el poder y de hacerlo mediante procesos formalmente democráticos, como sucedió con el fascismo italiano y con el nazismo alemán, pero que tienen una naturaleza decididamente totalitaria.