El campo mexicano vuelve a gritar, y lo hace desde sus entrañas más dolidas. Cientos de productores de maíz han salido a las carreteras, a las casetas y a las plazas públicas para reclamar lo que debería ser un derecho elemental: un precio justo por su cosecha. No piden limosna, ni buscan prebendas políticas; exigen dignidad, justicia económica y atención de un Estado que les ha dado la espalda durante demasiado tiempo. En Querétaro, Hidalgo, Michoacán, Sinaloa y hasta frente al propio Palacio Nacional, hombres y mujeres que trabajan la tierra se han plantado con una sola exigencia: que el precio mínimo de garantía del maíz sea de 7 mil 200 pesos por tonelada, una cifra que apenas refleja los costos reales de producción.
Quien conoce el campo mexicano sabe que los productores viven en condiciones precarias, agobiados por el alza de los insumos, los costos de transporte, el encarecimiento de la energía y la constante manipulación de los intermediarios —esos personajes que, desde hace décadas, se enriquecen comprando barato y vendiendo caro, estrangulando al productor y engañando al consumidor—.
Hoy, los campesinos están arrinconados entre dos fuegos: la indiferencia gubernamental y el abuso criminal de los intermediarios que dominan los canales de comercialización. Son estos últimos los verdaderos verdugos del campo, los que dictan precios a conveniencia, los que manipulan la oferta y la demanda, los que mueven las ganancias a costa del sudor ajeno. En algunos estados, esos coyotes ya no son sólo comerciantes sin escrúpulos: están ligados al crimen organizado, operan bajo la sombra de la violencia y la extorsión, y controlan los centros de acopio con prácticas propias de mafias rurales.
Esa es la verdad que el gobierno federal no puede seguir ignorando. Si quiere honrar su compromiso con la justicia social y la soberanía alimentaria, debe actuar ya. No con discursos ni promesas de escritorio, sino con acciones firmes y contundentes: intervención directa para garantizar precios justos, combate frontal a los intermediarios criminales y reestructuración profunda de los mecanismos de comercialización agrícola.
El maíz, símbolo histórico de nuestra identidad y base de la alimentación nacional, no puede seguir siendo tratado como una mercancía más en manos de especuladores. El valor del maíz no solo se mide en pesos por tonelada; representa la continuidad cultural de un pueblo, la seguridad alimentaria de millones de familias y el sustento económico de vastas regiones rurales. Cada campesino que abandona su parcela es una derrota para México, una pérdida irreparable para el país que presume ser el heredero del grano sagrado.
Resulta inadmisible que los productores reciban apenas 4 mil o 5 mil pesos por tonelada, mientras las grandes empresas y los distribuidores imponen precios de venta que duplican o triplican esa cifra. La cadena productiva está podrida desde su raíz: los agricultores cargan con el peso de los costos, los intermediarios se llevan la ganancia, y el consumidor paga caro un producto que debería ser abundante y accesible. ¿Y el Estado? El Estado observa, calcula, promete, pero no actúa con la firmeza que la situación exige.
Las movilizaciones de esta semana no son un hecho aislado. Son la consecuencia directa de años de abandono y desdén hacia el campo mexicano. Se han implementado programas asistenciales, se han anunciado “estrategias de rescate”, pero en la práctica el pequeño productor sigue enfrentando solo la tormenta. En estados como Sinaloa, el llamado granero de México, los agricultores están al borde de la quiebra; en Michoacán y Querétaro, muchos se ven obligados a malbaratar su producción para evitar que se pierda. Y en regiones como Hidalgo o el Bajío, el desánimo se traduce en abandono de tierras y migración.
La respuesta oficial ha sido tibia. Las secretarías responsables del desarrollo rural se enredan en tecnicismos, en mesas de diálogo sin resultados, en promesas de revisión presupuestal que no llegan nunca. Mientras tanto, los productores siguen esperando un cambio real. Y ese cambio pasa, inevitablemente, por la intervención urgente del gobierno federal.
No basta con elevar el precio de garantía: se requiere una política integral que devuelva al campo su capacidad de producir con rentabilidad y dignidad. Es necesario depurar los sistemas de acopio, eliminar los monopolios privados, y establecer mecanismos transparentes y directos para que los productores vendan sin intermediarios. Asimismo, urge reforzar la seguridad en las zonas agrícolas, donde la presencia de grupos criminales ha dejado de ser un rumor para convertirse en un hecho cotidiano. Muchos productores son obligados a vender a precios impuestos por bandas armadas, bajo amenaza de represalias; otros deben pagar cuotas para poder transportar su cosecha. Este escenario es intolerable y requiere la actuación inmediata de las fuerzas federales.
La presidenta Sheinbaum tiene en sus manos una oportunidad histórica: demostrar que su gobierno no será la continuación de la simulación, sino el inicio de una nueva etapa en la justicia para el campo. Si realmente se busca garantizar la soberanía alimentaria y fortalecer el mercado interno, debe ponerse fin a los abusos de intermediarios, monopolios y criminales disfrazados de comerciantes. México no puede aspirar a un desarrollo equilibrado mientras su campo siga empobrecido, asfixiado por la corrupción y la impunidad.
El clamor de los productores no puede ser acallado con discursos ni mesas de diálogo eternas. Exigen acciones concretas: que se reconozca su trabajo, que se establezcan precios justos, que se persiga a quienes lucran con su esfuerzo y que se reactive una verdadera política agroalimentaria nacional. Es hora de devolver al campo lo que el país le debe.
Porque el maíz no solo es un producto, es un símbolo de resistencia y esperanza. Cada espiga representa la voluntad de un pueblo que no se rinde, que sigue sembrando aunque la tierra esté seca y el horizonte nublado. Pero esa voluntad tiene un límite, y cuando la injusticia se vuelve costumbre, el reclamo se convierte en lucha.
La intervención del gobierno federal es, pues, no solo necesaria sino urgente. No se trata de una concesión, sino de una obligación moral, económica y social. De no hacerlo, el país enfrentará un escenario aún más grave: el colapso de la producción nacional de granos básicos, el aumento de la dependencia alimentaria y la pérdida de confianza en las instituciones.
Los campesinos ya hablaron con la fuerza de su hartazgo. Ahora le toca al Estado responder con la fuerza de la justicia. Porque sin campo no hay nación, y sin justicia para el productor no hay futuro para México.
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