El triunfo de la chileno-canadiense en Montreal y el del anti-israel-pro-palestino en Nueva York solo confirman una cosa: el mundo está completamente al revés.
La política ya no inspira, en estos tiempos, decepciona. Los partidos tradicionales dejaron de representar las inquietudes de la gente y la “casta política” se ha erosionado en su incapacidad para cumplir promesas.
Según un informe del Tony Blair Institute, la confianza en los partidos políticos en las democracias occidentales cayó del 73% en el año 2000 al 51%. Los votantes creen “cada vez menos” que lo que buscan les pueda ser entregado por los partidos.
Si bien los resultados en Montreal y Nueva York pudieron tomar por sorpresa a buena parte del espectro político, para muchos analistas eran el desenlace lógico de un creciente desencanto ciudadano. En Montreal, la irrupción de nuevos liderazgos locales rompió con la hegemonía de los partidos tradicionales y en Nueva York, los votantes enviaron un mensaje claro de cansancio ante la política de siempre.
Detrás de estos resultados hay un fenómeno más amplio: la pérdida de confianza en las estructuras partidistas, la exigencia de transparencia y la demanda de representantes más cercanos a la realidad cotidiana.
Estas ciudades reflejan una tendencia que no es exclusiva de Norteamérica, sino parte de una transformación global donde los electores buscan autenticidad más que discursos ensayados.
Frente al desencanto, el populismo
Parece como una salida tentadora: “yo hablo por el pueblo”, “los otros son la élite corrupta”, “vamos a cambiar todo”. Una solución que en realidad es una ilusión.
El populismo rara vez ofrece mecanismos institucionales sólidos. No es una ideología con contenido, sino una lógica simplificadora que divide “el pueblo puro” frente a “la élite corrupta”.
El gran problema
La política deja de ser un espacio de debate, compromiso y negociación, para convertirse en un escenario binario donde quien no está conmigo está contra mí. En la lógica populista, el adversario político es un enemigo moral.
El resultado es devastador. La polarización destruye el diálogo, clausura espacios de mediación, exacerba miedos identitarios y deslegitima al que disiente. La “solución populista” de devolver el poder al pueblo, termina debilitando las instituciones democráticas, socavando sistemas de control y generando un clima de desconfianza permanente.
En resumen, el desencanto hacia la política abre la puerta al populismo, y el populismo profundiza la polarización, el odio y la fragmentación social.
No basta con votar por el “outsider” ni con romper con “los de siempre”. La verdadera tarea está en reconstruir ciudadanía, restaurar la institucionalidad y recuperar la confianza en lo que se puede construir colectivamente.
Los liderazgos
Diversos estudios muestran que los regímenes con liderazgo populista presentan mayores niveles de hostilidad social y menor compromiso con el bien común.
En México, el fenómeno se acentuó con la llegada de López Obrador y la instauración del populismo como narrativa dominante que se sostiene en la división y la crítica convertida en traición.
A nivel internacional, líderes populistas reproducen la misma lógica de confrontación, extendiéndola al ámbito global dando como resultado un mundo dividido y al borde de una nueva conflagración.
La narrativa
El nacionalismo reactivo deriva en el aislamiento. La polarización se extiende al plano internacional. Como en otras naciones, en México el debate público se ha convertido en un enfrentamiento entre populismos que termina por abrir espacio a nuevos populistas.
Bajo el populismo la política funciona como un péndulo: de la extrema derecha a la extrema izquierda. Destruye, confronta y termina instaurando regímenes autoritarios y represores.
Tal vez no asistimos a un simple cambio de colores en las urnas, sino al principio de una nueva era política en la que la credibilidad y la conexión con la gente pesan más que las viejas etiquetas partidistas.
X: @diaz_manuel




