Las tres grandes transformaciones en México han venido acompañadas de sendas constituciones: en la Independencia quedó un reglamento que se apegaba a lo consignado en la Constitución de Cádiz durante el llamado primer (y muy fugaz) imperio de Agustín de Iturbide.

Luego ya siendo el país una República, vino la Constitución de 1824. La segunda gran transformación llegó y sólo habría sido viable con, quizás, la más importante carta magna en nuestra Historia, la de la generación liberal de 1857, luego del triunfo de la Revolución de Ayutla.

Después, acompañando al triunfo de la Revolución Mexicana, más de corte social, la Constitución de 1917, que (en teoría) es la que hoy aún nos rige, pero supone ya un amasijo de reformas y contrarreformas.

Hoy, si se aspira realmente a una transformación verdadera y profunda, que quede consignada en los libros de historia, es preciso un congreso constituyente, y debe ser pronto, para aprovechar una mayoría aplastante en la correlación de fuerzas que beneficia al oficialismo que muy posiblemente no se repita.

Algo que en esa hipotética carta magna que debe ir en negro sobre blanco es el diseño, bien meditado y consensuado, de una asignatura pendiente en México, que es la imparable y raspaste corrupción que, como la humedad, afecta a prácticamente todos los rincones del Estado mexicano. No es posible tampoco copiar algunos modelos latinoamericanos, como el Perú y Brasil por ejemplo, porque tampoco es viable que un presidente (o alto funcionario) caiga y el país se vea en un escenario de inestabilidad política, como cuando se destituyeron a Lula por ¡un departamento!

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Tampoco es ya sostenible que los expedientes de actos corruptos se utilicen, sí y solo sí, políticamente y para “meter al redil” a políticos incómodos, cómo recientemente se hizo con Adán Augusto López Hernández, y lo mismo con la presidenta municipal de Acapulco, Abelina López, casos a los que ya se les da carpetazo, al conseguir la finalidad de “aplacarlos” en sus afanes políticos, y donde (no se necesita ser un genio) saldrán sin ser molestados y obscenamente ricos, es decir, gozando de una total impunidad, precedente al tiempo para el recrudecimiento de las perversas inercias corruptas en todas las prácticas del sector público mexicano.

Y ojo: porque este régimen no está exento de desgaste, el cual, ya que llegue, seguro hará fuerte a otra fuerza política con algún liderazgo carismático que capitalice el hartazgo de la gente. Que (esa sí) puede quitarle (legítimamente) la bandera de la TRANSFORMACIÓN, por medio de, en lo dicho, una constitución política nueva, y que además, para ganar más en legitimidad, desatar una persecución política/jurídica a incontables exponentes de los actuales gobiernos, que hasta el momento de transformación solo tienen poco más que el nombre, autoimpuesto además, por si fuera poco. De ahí que recientemente el ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas haya afirmado, en entrevista, no saber a que se refieren con el término “cuarta transformación”, en cuya afirmación, por supuesto que no le falta razón y más bien, esta se limita (al día de hoy) a unas cuántas obras de infraestructura y a las transferencias en efectivo directas a grupos vulnerables, pero que ¡cuidado!, ese ánimo de las mayorías por ese derecho adquirido, no supone ser eterno ni tampoco un cheque en blanco de parte de los votantes a los gobiernos de la ya referida 4T.

Lo que alguna vez afirmó Profirió Muñoz Ledo, en cuanto a que la corrupción en México es necesaria para mantener la gobernabilidad, al tener expedientes de prácticamente todos los funcionarios públicos para activarlos (y desactivarlos) sólo en caso de conveniencia política debe el país dejarlo atrás, que mientras no sea así, México no dejará de ser una federación de 32 países bananeros con reiterados dichos por sus liderazgos más visibles (“alabanza en boca propia es vituperio”) se empeñen en gritar a los cuatro vientos que México es el mejor país de mundo.