En un país donde la política y la justicia muchas veces se ven empañadas por intereses, presiones y descrédito, la voz de la ministra Norma Piña se alzó en su última sesión como presidenta de la Suprema Corte de Justicia de la Nación con un mensaje que trasciende más allá de lo institucional: un recordatorio de que la congruencia, la ética, el trabajo, la perseverancia, la excelencia, la honradez y la dignidad son la verdadera carta de presentación de quienes sirven a México.
Su discurso no fue un adiós burocrático, sino una lección de vida y servicio público. Norma Piña habló desde la convicción y no desde la conveniencia; desde el ejemplo y no desde la retórica vacía. Al destacar valores que parecieran básicos pero que, en la práctica, se vuelven escasos, reafirmó el papel del poder judicial como contrapeso y guardián de la democracia.
En tiempos en los que la confianza en las instituciones se ve amenazada, Piña deja un legado de firmeza y coherencia. No buscó aplausos fáciles ni protagonismo; buscó dejar sembrada la certeza de que el deber de un servidor público es responder con dignidad ante el escrutinio de la historia. Y es justamente ahí donde radica la grandeza de su mensaje: en recordarnos que la memoria colectiva no guarda los títulos, sino los actos.
Su paso por la presidencia de la Corte será recordado por la valentía con la que defendió la independencia judicial, pero también por la humanidad que impregnó en su último discurso. Norma Piña no solo habló como ministra, habló como mujer, como ciudadana y como mexicana que cree en un país mejor cimentado en principios inquebrantables.
Hoy, su ejemplo nos invita a reflexionar: más allá de los cargos, las coyunturas o los intereses de poder, lo que permanece es la ética con la que cada quien decide caminar su trayecto. Norma Piña eligió hacerlo con dignidad, y ese será siempre su mayor legado.