“Se murió en el instante que salí a tomar una llamada. No me había despegado de su lado. Y en ese minuto, exactamente cuando me ausenté, qué mala suerte, se murió”. Un monje alemán me dijo que era una de las frases más recurrentes que él escucha en su trabajo como sacerdote.

Eso no me pasó a mí en la muerte de mi papá (Mauricio Fernández Garza), pero no he podido sacudir esta anécdota de mi mente en estos días tan cercanos a su fallecimiento. ¿Por qué? El monje cisterciense me explicó que olvidamos que la muerte es también un acto físico y que el cuerpo requiere cierta intimidad para poder morir, al igual que para realizar otras actividades corporales, como, por ejemplo, ir al baño.

Me cayó de pronto un veinte muy grande. Pensé en las cosas que el cuerpo realiza aun en contra de nuestra voluntad. Me acordé de mis amigas que dicen pueden pasar horas en el tráfico en total continencia, pero una vez que se vislumbra un baño, la urgencia les gana y ya no es posible controlarse ni un segundo más después de cruzar por la puerta del baño… O también en mis amigos que navegan veleros quienes narran que se tienen que concentrar mucho para atender las necesidades del cuerpo flotando en el mar (al carecer de un toilette).

Es verdad que el cuerpo tiene sus requisitos propios: para dormir también tiene el cuerpo sus mañas (con frecuencia a pesar nuestro), y si no se cumplen, se dificulta en verdad conciliar el sueño… claro, hasta que ya se vuelve inevitable y el cuerpo sucumbe como sea (tal cual nos lo narró Viktor Frankl después de dormir profundamente en los incómodos campos de concentración nazi aunque previamente era super quisquilloso). Eso explica al parecer por qué estando incómodo y con mucho dolor no te mueres aunque hayas pasado meses sin probar alimento. Parecería que se requiere que el cuerpo se sienta a gusto para hacerlo; para dar ese paso: para morir.

Es común escuchar a la gente sin fe hablar de la muerte como si fuese un acto meramente terrenal. Pero me resultó bastante extraño pensar en la humanidad de la muerte precisamente desde la fe. No había pensado antes del comentario del monje alemán que el cuerpo pudiera ser requisitoso también para morir. Me parece rarísimo además ver a la muerte como algo que hace el cuerpo, una acción: morirte.

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Si lo pensamos bien, morimos un poco cada segundo que nos alejamos de nuestro nacimiento. Es obvio para todos que es un proceso natural en el que vamos madurando y después nos vamos descomponiendo poco a poco. ¿Cómo podemos integrar entonces a la lenta y evidente muerte de nuestro cuerpo, a nuestro desarrollo espiritual? De pronto me pareció que en nuestra cultura nos lo enseñan como algo equiparable a una partitura de música que está en un libro cerrado, pero que si alguien la vocaliza o toca en un instrumento musical, toma vida. Tal vez la muerte es así, como la partitura que está ahí latente pero que requiere de un acto performático para realmente tomar vida, o bueno, en este caso, muerte. Podría ser. Creo que así nos lo presenta más o menos nuestra cultura. Pero yo quisiera proponer a la muerte en nuestra vida espiritual, no como algo latente, dormido, abstracto y que “sucede” al final, sino como algo más humano, tangible y además presente en cada instante.

Pero es que, claro, por muy espirituales que seamos, no somos ángeles. Tenemos un cuerpo que importa y que es además por lo tanto parte de nuestra vida espiritual. Esto es algo que he reflexionado mucho últimamente porque tuve el privilegio de que los franciscanos me permitieran asistir a su escuela de teología los últimos meses.

En las clases, Fr. Benjamín Monroy Ballesteros ha hecho mucho hincapié en el aspecto humano del cristianismo, y también, Fr. César J. Román, en la clase de Liturgia. Ha resonado con fuerza en mi alma estas semanas algo a lo que no había antes dedicado mucha cabeza: que nuestra espiritualidad está al fin encarnada en nuestro cuerpo. Parecería una obviedad, pero no lo es.

Con esto en mente me impresionó muchísimo una frase que dijo en clase S.E. Mons. Fray César Garza Miranda, OFM, (Obispo Auxiliar en la arquidiócesis de Monterrey): “La fe es la respuesta humana a la Revelación”. ¿La fe es decir sí a la acción de Dios? Pues somos nosotros, los humanos, libres, los que decimos sí. Yo siempre había entendido a la fe como algo divino, se me había olvidado que aunque sea un regalo del cielo, la fe es antes, en sí, propia de los humanos (o sea, no es tema en la vida de los animales o las plantas, por ejemplo).

Hace dos meses me reuní con los 6 jóvenes candidatos a monje del monasterio austriaco Heiligenkreuz. Querían saber si yo pienso que el día de tu profesión (consagración) el compromiso a la vida monástica se consolida en tu alma por ser un acto público. Yo solo pude responderles con mi humilde y personal experiencia: mis votos los ejerzo cada mañana que me despierto, empezando a rezar vigilias antes del amanecer. Además, mis promesas son renovadas a lo largo del día muchas veces. En el día de mi consagración, el gran evento para mí no fue lo que dije en público, sino lo que recibí: muchas gracias del cielo. Pero mi reto no fue solo ese momento de hacer en voz alta una promesa eterna a Dios, ni cumplo mis votos porque ese enunciado me hace sentir ahora comprometida, sino que en ese momento, en el de mi consagración, pues simplemente constataba ante todos, más bien, lo que ejercito cada segundo de mi vida.

Así es como yo lo he experimentado. Me pregunto si no será igual en la dimensión espiritual con la muerte. ¿Es un evento único o es una secuencia de eventos que terminan en la muerte? Esta idea de tratar de ver a la vida espiritual como un “proceso de muerte esperanzador” y a cuentagotas me recordó a mi amigo francés David Renard, quien tenía una distribuidora de revistas de culto en NY, y quien hizo lo impensable hace 30 años: decidir vivir cada mañana. Él tiene un tipo raro de leucemia que requería que tome una pastilla cada día para vivir. Si olvidaba tomar la pastilla, se moría. (Irónicamente se hizo famoso por su libro The Last Magazine, 2006, en donde presentaba su tesis de que la mayoría de las revistas impresas morirían y trataba de adivinar cuales en todo el planeta sobrevivirían a la era digital. David escogió como posibles triunfadoras a las que yo hacía, dos de ellas; se equivocó, las cerré, ambas). Mientras trabajaba David en su libro bastante pesimista, él tomaba la decisión de vivir cada mañana. Vivir un día más, o bien, no morir. No era accidental (como es para de la mayoría de nosotros), era una decisión, una acción muy intencional al tragarse cada pastilla diariamente. Pero el efecto era solo por un día. Me pareció una verdadera bendición necesitar decidir vivir cada mañana. Por su culpa, trato de hacerlo cada mañana para no estar viva solo porque no he muerto.

Mi bisabuela Chabela, a quien conocí muy bien (abuela paterna de mi papá), decía que había que deshacerse de un defecto cada año, de manera que cuando llegáramos a su edad (arriba de los 90) fuésemos un poco más virtuosos. Decía que eso de ser una abuelita linda no se produce al final. Me queda claro que la viejita chidísima que ella era, fue la conclusión de décadas de esmero y de un camino de santidad, y no una casualidad o producto automático de su avanzada edad. Pero, sobre todo, mi reflexión es que vi en ella palpablemente que fue un proceso de eliminación, de deshacerse de lo que no sirve, de buscar lo bonito, lo bueno, lo valioso de verdad, que la hacía además muy feliz. Su camino de perfección no fueron apariencias y mucho menos reglas moralinas; su ejemplo me hizo ver el esfuerzo por mejorar como una bendición que se disfruta; con empeño y sacrificio, sí, pero no como algo que se padece con tal de ser aceptado socialmente. Ella era muy gozadora, por ejemplo, una gran anfitriona, magnífica cocinera y también comelona, pero siempre la vi con el rosario en la mano.

Ante la muerte de mi papá, solo podía escuchar en loop en mi cabeza la letra de la canción setentera la estrofa: “Hay que morir, para vivir. Entre tus manos confío mi ser”, compuesta por el padre español Cesáreo Gabaráin (quien por cierto también compuso la famosísima canción “Pescador de hombres”). La letra de “Entre tus manos” tomó de pronto un significado muy fuerte en mi corazón porque lo escucho ahora de forma literal (y ya no como que hay que sacrificarse para vivir mejor). Porque al vivir cada segundo, asumimos también a la muerte de ese instante perdido. No se podría vivir sin morir a la vez en cada momento que transcurre y no es fácil tomar conciencia de ello. Porque se puede ver además cada segundo como la oportunidad ganada o lo feo eliminado, para hacer la voluntad de Dios, para ser pleno.

Leí esta semana de forma totalmente diferente el conocido texto de San Pablo: “Estad siempre alegres en el Señor. Las alegrías de este mundo conducen a la tristeza eterna, en cambio, las alegrías que son según la voluntad de Dios durarán siempre y conducirán a los goces eternos a quienes en ellas perseveren. Por ello, añade el Apóstol: Os lo repito, estad alegres”. Este texto yo siempre lo había entendido como un llamado a la renuncia a los placeres del mundo y pensando en el premio después de la muerte. Pero me había faltado poner atención en el concepto en el que el texto se centra: alegría. Dice, además, que la alegría “durará siempre”, o sea que la ubica, a esa alegría, desde aquí, ahora, no después de que estemos muertos. Nos alienta, en imperativo y hoy, a estar alegres. Me hizo pensar en los pocos monjes ascetas que conozco. Es gente muy alegre, y yo me había centrado antes en ver lo sacrificados que son como ejemplo de renuncia a los placeres del mundo. Creo que este nuevo enfoque me permite ver lo más importante, lo que nos dice San Pablo, la alegría de cada segundo de la existencia y, más importante aún, cómo conseguirla. Lo que nos lleva al segundo concepto que captura mi atención: “según la voluntad de Dios”. La canción también dice, justo después de “hay que morir para vivir”: “entre tus manos confío mi ser”.

En el funeral de mi papá la homilía de S.E. Mons. Rogelio Cabrera López, Arzobispo de Monterrey, tocó profundamente mi alma. No solo habló de la misericordia de Dios, que me hizo tomar conciencia de que si fuera por nuestros méritos, nadie nos salvaríamos, sino lo esperanzador de su mensaje en cuanto a la importancia de ponernos en manos de Dios. “Que sea lo que Dios quiera” es una frase común. Pero, ¿cuántos la ponemos en práctica? Y además, con la conciencia de que es lo que más nos conviene. Me recordó a una señora de Monterrey, amiga de mi abuela, la tía LN, me trató de convencer de no rezar la oración del Padre Nuestro completo. Ella decía que había que saltarse eso de “hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”. En ese momento de mi adolescencia me pareció muy original, pero ahora me doy cuenta no solo de que es un absurdo, porque es literalmente cerrar la puerta a nuestra plenitud, sino que además, no era nada novedoso, no solo ella lo hacía, lo hacemos todos. Queremos a fuerzas que se haga nuestra voluntad, como si fuese lo mejor para nosotros. Es hasta gracioso de tan ridículo.

Es necesario analizar cómo enfrentó Jesús su muerte si pensamos ser seguidores suyos. Pero, ¿cuál era la voluntad del Padre? Fr. Guillermo Lancaster Jones, en la clase de Cristología, dijo algo muy conmovedor: La voluntad del Padre era llevar a la humanidad a la salvación a través de Jesús… fue Jesús quien libremente decidió llevarlo hasta su última consecuencia, la de dar su vida por nosotros, y lo dejó bien claro cuando dijo: “… doy mi vida para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente”.

En el fenómeno de la crucifixión, se nos olvida pensar en la felicidad que debe haber sentido Jesús en saber que nos salvaba y en lo muchísimo que nos ama. Todos recordamos que dijo en la cruz el principio del salmo “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado”. Pero los judíos se sabían los salmos de memoria. No son tantos. Solo son 150. Cada uno de nosotros nos sabemos toda la letra de memoria de mucho más canciones que eso. Si yo digo en voz alta: “Every breath you take…” pues ya escuchamos toda la canción en nuestra mente con melodía, la voz de Sting y todo. La primera frase del salmo debió resonar en la cabeza de los presentes de la época, en la misma forma, todo el salmo hasta el final. A mí me impresiona mucho que ese salmo termina en: “Me hará vivir para él, mi descendencia le servirá, hablarán del Señor a la generación futura, contarán su justicia al pueblo que ha de nacer, Esto lo ha hecho el Señor”. Y al final de la crucifixión dice Jesús: “todo está hecho”. Me parece a mí que podría leerse como si Jesús cantara la última oración del salmo: “Haec fecit Dóminus”, pero siendo él Dios: “todo está hecho… en mí; yo soy el Señor, o, el Señor lo ha hecho en mí”. Es en su muerte, en cumplir la voluntad de su Padre, la de salvarnos, que todo se cumple, que él encuentra su plenitud, pone de manifiesto su humanidad y divinidad… y de eso se hablará por generaciones, tal cual dice el salmo. Es mi interpretación personal, pero lo que quiero señalar es que no hay que quedarnos solo con la primera frase del salmo aunque fuese la única que Jesús pronunció. Como dice el final de ese salmo, Jesús sabía que su sacrificio trascendería generaciones.

Los gestos que se pasan por generaciones me hace pensar en un comentario de mi amigo Mario que dice que a los franceses se les puede reconocer en la tele por sus gestos aunque el audio esté sin sonido. Es una herencia gesticular reconocible que no requiere que escuchemos nada y todos los franceses la heredan sin darse cuenta. Habría que cuestionarnos ¿qué heredamos nosotros intencionalmente o sin querer? ¿Qué permitimos que se permee de la historia a través nuestro? Yo vi la alegría de mi bisabuela Chabela heredada en lo bailador y gozador que era su hijo, mi abuelo Alberto, y cómo esas cualidades heredadas de los dos se manifestaban en mi papá. Ahora que ha muerto, veo a la opinión pública y a la prensa insistentes en señalar a un sucesor de mi padre de entre mis hermanos. Pero me sorprende que no se den cuenta que hay mucho de él en todos. Lo agradezco porque extraño muchísimo a mi papá. Yo disfruto mucho reconocer a mi papá en la terquedad y liderazgo de todos y cada uno de mis hermanos, pero en particular en Stefan veo su inteligencia, sensibilidad y capacidad creativa, en Antón su sensatez y lógica, en Max veo su fuerza y carisma. También lo veo en mis hermanas: en Alana veo su eficiencia y determinación y en Milarca veo su originalidad y genialidad.

Mi papá se ha ido, pero no nos ha dejado; hay rasgos que permanecen en nosotros, y no solo de él, sino de sus papás y sus abuelos. Es una huella que permanece, una línea que se traza y en esa forma tiene continuidad. Y no muere sino que abre paso, da vida.

Hay que morir para vivir. ¿Cómo aplicarlo a nuestra vida espiritual? Podríamos comenzar por preguntarnos ¿qué es lo que trataremos de heredar de Jesús? ¿Será que la gente lo podrá reconocer en nosotros? ¿Tendremos la fortuna de ser Sus herederos? ¿de quién vamos a escoger rodearnos que nos contagien los rasgos de Jesús? ¿En quién lo reconocemos? Yo por ejemplo vi a Jesús presente en mis maestros y compañeros de mi salón de clases en la escuela de teología de los Franciscanos. Lo veo también en las monjas Cistercienses de Armenteira. Porque, aunque Jesús vivió hace 2000 años, todavía podemos reconocer sus rasgos en sus herederos y para llegar a eso, creo yo, lo único que podríamos hacer es esmerarnos mucho, pero no a hacer méritos, sino a ponernos en manos de Dios. Yo quisiera tratar de asumir mi muerte diariamente como camino de perfección, de abandono para tratar de alcanzar la plenitud.

Mauricio con su hija Sor Stella

Sobre la autora:

La madre Stella Maris es una monja ermitaña diocesana de Monterrey y es Familiaris Cisterciense de la abadía de Heiligenkreuz en Austria.

Después de trabajar en arte contemporáneo como crítica y curadora casi 30 años, dejó su trabajo en Frieze Art Fair (Londres y NY) y el Museo Tamayo en CDMX en donde dirigía la Fundación (FORT) y se mudó a Alemania del este en 2018 para ser monja.

Vivió sola en una granja que convirtió en su ermita por 8 años desde donde ayudó a fundar un nuevo claustro de monjes Cistercienses en Neuzelle. El nuevo monasterio en construcción fue diseñado por la arquitecta mexicana Tatiana Bilbao.

Stella Maris creó y editó la revisa Celeste, asociada con Federico Arreola y después con Jorge Vergara. Como dueña de Editorial Celeste, Stella Maris publicó también la premiada revisa BabyBabyBaby entre muchas otras publicaciones.