Durante años, Morena se ha empeñado en convencernos de que la inconformidad es sinónimo de traición. Que quien protesta está contra el pueblo, aunque en realidad defienda causas que el poder político ha decidido ignorar.

Pero el pasado 15 de noviembre, las calles de México volvieron a llenarse de voces ciudadanas. Y esa movilización masiva fue respondida con desprecio, represión y un aparato propagandista que intentó deslegitimar el hartazgo social.

La legitimidad de una marcha es un derecho constitucional que no se mide por la cantidad de asistentes, sino por la fuerza moral de sus causas.

Cuando un gobierno desacredita, ridiculiza o reprime a quienes se manifiestan, el conflicto deja de ser social para convertirse en un problema político.

Cada acto de represión, física o digital, es una confesión de miedo: el poder político teme a lo que no puede controlar. Y mientras más intenta sofocar el descontento, más evidente se vuelve su crisis de legitimidad.

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Las marchas no requieren permiso ni aprobación oficial. Su legitimidad nace del abuso, del silencio impuesto y de la indiferencia.

Y es ahí donde Morena pierde la batalla moral. Porque un gobierno que se autoproclama del pueblo, pero reprime al pueblo cuando alza la voz, rompe el pacto simbólico sobre el que decía sostenerse.

Las redes sociales amplificaron ese rompimiento. Lo que comenzó como un llamado ciudadano se transformó en un movimiento nacional que Morena intentó contener con su maquinaria digital.

Movilizaron ejércitos de cuentas afines, fabricaron narrativas de bots y manipularon tendencias para minimizar la protesta. Pero el ruido que quisieron desacreditar se convirtió en prueba de lo que temen reconocer: la conversación digital ya no les pertenece.

Si todo fuera tan falso, no necesitarían tanto esfuerzo para negarlo.

La propaganda del bienestar opera bajo una lógica de acoso y saturación.

No busca dialogar, sino inundar el espacio público para diluir la verdad. Durante días, su estructura amplificó mensajes incómodos para después etiquetarlos como parte de una guerra sucia.

Pero ningún algoritmo puede borrar la indignación colectiva.

El hartazgo no nació en las redes; las redes solo le dieron cuerpo y eco.

Nació en la calle, en los hogares sin justicia, en las madres que buscan a sus hijos, en los jóvenes reclutados por el crimen y en los pueblos sitiados por la violencia.

Esa es la fuente de toda legitimidad: la realidad que el poder político intenta maquillar.

Por eso marchar importa.

Frente a un Estado que usa la comunicación como arma, salir a la calle es un acto de verdad y de defensa de la libertad de expresión.

No hay consigna digital ni encuesta oficial que pueda borrar lo que el país vio: ciudadanos caminando juntos para reclamar lo que les pertenece, la voz, el derecho y la memoria.

No olvidemos por qué se marchó.

La socióloga Adriana Pineda lo resume en cinco razones que, por sí solas, justifican cada paso dado en las calles:

1. Por los desaparecidos.

Más de 133 mil personas no localizadas. En los primeros 13 meses de Sheinbaum hubo 15 mil 855 nuevos casos.

2. Por la guerra en Sinaloa.

Mil 850 asesinados, más de mil 800 desaparecidos y decenas de niños muertos.

3. Por el reclutamiento forzado de jóvenes.

Entre 35 y 49 mil menores cada año son absorbidos por el crimen organizado.

4. Por la violencia en Michoacán.

Siete alcaldes asesinados. Diecisiete grupos criminales dominando los 113 municipios.

5. Por los narcopolíticos.

Porque tener narcogobernadores y narcolegisladores debería ser un escándalo, no una costumbre.

Por todo eso se marchó.

Y por eso la respuesta del poder político fue el desprestigio, la burla y la descalificación.

Pero las calles no mienten. Las redes sociales tampoco, cuando las usa la gente con propósito.

México habló, y aunque intenten taparlo con campañas negras, la legitimidad de la marcha no nació del ruido de los hashtags, sino del silencio que el gobierno provocó.

X: @Alberto_Rubio