La reciente designación del gobierno de Nicolás Maduro como promotor del narco-terrorismo marca un antes y un después para Venezuela, y amenaza con desencadenar una reacción en cadena que podría redefinir la política regional. No se trata solo de un acto simbólico o de una declaración más desde Washington. Es la formalización de un diagnóstico que por años fue evidente para quien se atreviera a mirar sin miedo: el régimen chavista se ha convertido en una estructura mafiosa con rostro de Estado.

Las consecuencias financieras de esta calificación son inmediatas y brutales. Las ya limitadas transacciones internacionales que mantiene el régimen se volverán imposibles. Activos congelados, cuentas cerradas, operaciones bloqueadas. El acceso a crédito, incluso en mercados oscuros o a través de intermediarios amistosos como Turquía o Irán, se volverá insostenible. Bandes, PDVSA y todo el aparato financiero vinculado al Estado perderán lo poco que les queda de legitimidad. Y con la economía nacional ya en ruinas, esto acelerará una hiperinflación sin fondo, donde el bolívar será papel pintado y el dólar, un lujo de castas criminales.

Pero el problema trasciende lo económico. Maduro usará esta etiqueta para justificar una represión aún más implacable. Convertirá su narrativa interna en una guerra de defensa existencial: el imperio nos ataca, estamos rodeados, debemos resistir. En ese marco, la persecución a opositores, periodistas y defensores de derechos humanos se presentará como defensa nacional. Las FAES, el SEBIN y la DGCIM tendrán luz verde como grupos de apoyo al régimen para hacer lo que ya hacen, pero sin esconderse.

Este escenario también refuerza la alianza con actores armados no estatales. El ELN, las disidencias de las FARC y las redes del Tren de Aragua se consolidarán como brazos ejecutores del chavismo, tanto dentro como fuera del país. La frontera colombo-venezolana, ya tierra de nadie, será un laboratorio de guerra irregular, y el narcotráfico se formalizará como fuente de financiamiento estatal. Caracas no será ya la sede de un gobierno autoritario, sino el cuartel de un actor armado con ambiciones transnacionales.

El eco de esta designación resuena con fuerza en La Habana. Cuba, que ya comparte esa etiqueta desde hace años, se convierte en aliado natural y estratégico de una Venezuela proscrita. Pero esta relación, que alguna vez fue la del mentor ideológico y el pupilo petrolero, ahora es una simbiosis de sobrevivencia criminal. Cuba aporta inteligencia, cuadros entrenados y redes internacionales. Venezuela aporta recursos, oro, petróleo y rutas de escape.

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La región asiste con incomodidad a este giro. Los gobiernos democráticos, muchos aún tibios frente al chavismo, se verán forzados a tomar postura. No se puede ser neutral ante un régimen señalado como cómplice del terrorismo. México, bajo el gobierno de Claudia Sheinbaum, enfrenta una prueba de fuego. Su tradición diplomática de no intervención choca con la presión de Estados Unidos para actuar. Sheinbaum, que ha intentado mantener equilibrios, no podrá seguir caminando sobre la cuerda floja. México tendrá que definir si quiere liderar la región como potencia democrática o quedar atrapado en el pantano del “entendimiento” con quienes minan la institucionalidad desde la clandestinidad armada.

Lo que se avecina es un reordenamiento geopolítico. La designación de Maduro como promotor del terrorismo no es el final. Es el principio de una nueva fase, donde Venezuela dejará de ser una dictadura convencional para convertirse, oficialmente, en un Estado fallido hostil. Y ese Estado, con sus redes criminales, migrantes forzados y alianzas tóxicas, no se queda dentro de sus fronteras. Nos afecta a todos.