“Cuando los jóvenes dejan de creer en el futuro, el crimen se vuelve su religión.”

Albert Camus

“El infierno está lleno de buenas intenciones mal financiadas.”

Adaptación libre de San Bernardo de Claraval

Sale peor el remedio que la enfermedad. Y en México, el remedio se ha llamado López Obrador. O, para ser precisos, la combinación trágica de abrazos, becas y balas. Becas para matar.

Cuando el ahora expresidente llegó al poder, los asesinos de Carlos Manzo —alcalde de Uruapan— y del abogado David Cohen tenían entre diez y doce años. Eran niños. Hoy empuñan fusiles y ejecutan sin titubear. No nacieron monstruos: fueron moldeados por el abandono, por la impunidad y, paradójicamente, por las transferencias de dinero público que pretendían “salvarlos”.

Siete años de rendición oficial ante el narcotráfico bastaron para incubar lo que hoy desangra al país: una generación de sicarios adolescentes.

Según la Red por los Derechos de la Infancia (REDIM), más de 250 mil niños y adolescentes habrían sido reclutados —forzados o voluntarios— por el crimen organizado en los últimos años. En 2013 eran 75 mil. La cifra se triplicó bajo los “abrazos” del régimen morenista.

El INEGI confirma la magnitud del desastre: el homicidio es ya la primera causa de muerte entre hombres de 15 a 44 años, la quinta entre jóvenes de 15 a 19, y se cuela entre las diez primeras en el grupo de 5 a 9 años. Subráyelo usted: niños. Los gobiernos de Morena están matando a su juventud, literalmente. A unos por convertirlos en asesinos; a otros por volverlos víctimas de esos asesinos.

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El reclutamiento de menores por el crimen no es nuevo, pero el impulso estatal a esa deriva, sí. Colombia lo vivió en los noventa y aprendió —a sangre y fuego— que los jóvenes no se rescatan con discursos ni con dádivas; ni siquiera con mejoras salariales que los saquen de la pobreza. Se rescatan con educación de excelencia, justicia local efectiva y control territorial. En México, en cambio, la política social se volvió un subsidio indirecto al narco. Tan masivo como la chequera con la que despacha la Secretaría del Bienestar.

Ahí está el ejemplo más reciente: el Plan Michoacán, anunciado tras el asesinato de Manzo. Treinta mil millones de pesos destinados a todo, menos a la seguridad. Pensiones, estufas de leña, fertilizantes, apoyos a pescadores, “salud casa por casa”… una lista interminable de paliativos clientelares.

Ni un solo peso para reconstruir policías ni un plan de prevención del delito ni una estrategia de reinserción social. ¿Una economía paralela que sustituya la del narco? No. Solo dinero —sin control, sin seguimiento, sin evaluación—.

El resultado es tan claro como atroz: los incentivos se pervirtieron. Antes de López Obrador, la edad promedio de un sicario era de 24 años; hoy, según especialistas, ronda los 12 a 16. Los abrazos no reemplazaron a las balas: solo las maquillaron de política pública.

Programas como Jóvenes Construyendo el Futuro o Sembrando Vida no redujeron el reclutamiento criminal. Lo confirman estudios del CIDE y el extinto CONEVAL: no existe evidencia de impacto real. Lo que sí hubo fue un flujo inédito de dinero sin control, que en muchos casos terminó financiando estructuras criminales. Dinero limpio para pagar sangre sucia. Criminal lo que hace el movimiento de la “transformación”.

Porque cuando el Estado paga sin exigir, educa sin medir, perdona sin juzgar y ampara sin proteger, lo que produce no son ciudadanos, sino delincuentes subsidiados. El joven que debía estudiar, trabajó para el cártel; el que debía aprender un oficio, aprendió a disparar. Los culpables de ese cambio no son los muchachos, sino quienes los dejaron sin alternativa: un gobierno que confundió resarcimiento con complicidad. De Jóvenes Construyendo el Futuro a sicarios construyendo el infierno. Así.

El argumento presidencial de “atender las causas” fue, es y seguirá siendo una farsa monumental. Una estafa emocional y política. Atender las causas no es incrementar ingresos: es reconstruir el tejido social, generar ciudadanía y exigir el cumplimiento de obligaciones para con la sociedad. Pero el obradorismo confundió “Estado de bienestar” con Estado alcahuete.

Hoy, miles de adolescentes crecen sabiendo que matar no tiene castigo, que ser menor garantiza impunidad y que el gobierno solo los mira —si acaso— cuando ya están muertos. Esa es la verdadera herencia de la 4T: una generación desechable, financiada por el propio Estado.

Cuando el asesino de Carlos Manzo tenía diez años, aún podía elegir entre el aula y el arma. Ese mismo año López Obrador llegaba al poder y les enseñaba otra lección: que la ley no se aplica, que la justicia es selectiva y que el dinero público llega incluso sin merecerlo.

El país no se está pudriendo: ya lo pudrieron.

Y sí, la Cuarta Transformación financia a sus propios verdugos.

Giro de la Perinola

Leonel Godoy, exgobernador de Michoacán y hoy diputado federal de Morena, negó estar involucrado en el asesinato de Carlos Manzo. Dijo que no fue un crimen de Estado, sino “una falla de seguridad”.

Tiene razón… a su manera: fue una falla, sí, pero no de seguridad. Fue una falla de Estado. De ese Estado que él y su partido destruyeron.