Cuando mayormente se les requiere, los partidos están en su peor momento. El que mejor se libra es el más débil, el PRD, mientras que MC da bandazos difíciles de explicar y que ponen en entredicho su condición de opositor. El PAN de Marko Cortés es la cara amable del PRI de Alejandro Moreno, ambos a espalda de una sociedad civil movilizada por el abuso gubernamental y la devastación de las instituciones democráticas.

De los partidos negocio no hay mucho qué decir. PT y PVEM se encarecen para sumarse a la candidatura presidencial que defina el presidente López Obrador. Al igual que en el pasado, les asignarán candidatos de Morena con sus siglas. Quedará el problema de asegurarles 3% de los votos para mantener registro; las reglas no se pudieron cambiar y necesariamente habrá una exigencia al respecto, posiblemente presentar candidatos emblemáticos de dichos partidos en cargos relevantes para asegurar votos propios.

Morena no es un partido. Tampoco un movimiento. Es una estructura al servicio de Andrés Manuel López Obrador; antes sirvió para llevarlo a la presidencia y ganar en las elecciones concurrentes y ahora, a partir del clientelismo de los programas sociales opera para reproducirse en el poder sin otra ideología, sin otro referente que lo que diga y haga el presidente López Obrador. Desde ahora se anticipa el desencuentro de quien resulte candidato o candidata; no ocurrirá en la campaña, de ganar sí en el gobierno.

Es lamentable lo que ocurre en el PAN, porque es el partido más próximo a la ciudadanía y al proyecto democratizador, el activo mayor para defender con el voto al régimen de libertades y del sufragio efectivo. A pesar del llamado de la sociedad civil a sus puertas, la dirigencia nacional se las ha cerrado. Lo menos que se puede decir de las reglas para seleccionar candidato presidencial es que niegan la democracia interna. Las encuestas no sirven para seleccionar candidatos y al obligarlos a presentar un millón de firmas a manera de construir estructura les traslada la tarea del partido. Es deseable que haya reconsideración y el PAN recupere algo de su vitalidad cívica de origen, que le daría para mucho, incluso para prescindir de las malas compañías.

El PRI no es una mala compañía, pero Alejandro Moreno y Rubén Moreira quienes se han apoderado del aparato priísta, sin duda lo son. El problema para el PAN es que ambos, sobre todo Moreira son filoamlistas, de convicción y conveniencia. Está escrito que si ellos definen las candidaturas a legislador la fracción parlamentaria del PRI estará en el acuerdo con el gobierno de Morena si ganara la elección y la idea de la mayoría calificada podría lograrse con los votos del PRI. Así votó Rubén Moreira para acabar con la reforma educativa, igual hizo para que la revocación de mandato tuviera lugar el mismo día de la elección intermedia y ya como diputado rompió con el bloque opositor al proponer la reforma constitucional para la prolongación del uso de las fuerzas armadas regulares en tareas de seguridad pública y promovió abstenerse en la integración del Comité Técnico para la selección de consejeros del INE, que ha resultado nociva para la imparcialidad como ahora puede advertirse.

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Dante Delgado, Marko Cortés y las iniciativas cívicas sobre una coalición opositora tienen la solución. Primero es diferenciar al PRI de Moreno y Moreira del resto. Beatriz Paredes, Claudia Ruiz Massieu, Enrique de la Madrid y Ángel Gurría deben tener espacio para competir por la candidatura, al igual que Gustavo de Hoyos, Silvano Aureoles, Lilly Téllez, Santiago Creel o los gobernadores Vila y Kuri del PAN y Alfaro y García de MC. Se requiere construir una candidatura legítima por el método. El debate y el voto ciudadano son imprescindibles. Hay tiempo para una elección primaria. La decisión crítica es definir si ir mejor solos que mal acompañados, en referencia a Moreira.

La prioridad debe ser la competencia en los 300 distritos. Razón de la coalición. Con ello se ganan los asientos suficientes para impedir que Morena y sus aliados, junto con el PRI de Moreira puedan modificar la Constitución. Se trata de llevar al país a una nueva etapa en su democracia, donde la legalidad, las libertades, la inclusión y la corresponsabilidad sean protagonistas fundamentales.