La palabra libertad ha sido uno de los conceptos más manipulados de la historia política. Desde las proclamas revolucionarias hasta la retórica neoliberal, siempre aparece como estandarte universal. Pero la pregunta crucial es: ¿qué significa ser libre? ¿Basta con que el Estado no interfiera en mi vida? ¿O la libertad requiere condiciones materiales para que no dependa de la voluntad de otros?

El republicanismo contemporáneo —con pensadores como Daniel Raventós, David Casassas, Philippe Van Parijs, Philip Pettit o Quentin Skinner— ha devuelto vigencia a una idea radical: no es libre quien está dominado. Y la dominación no solo se ejerce con cadenas visibles o leyes tiránicas, también surge de la dependencia económica. El pobre, el precarizado, el desempleado, aunque formalmente “libre”, vive subordinado a quienes controlan los recursos que necesita para sobrevivir.

Philip Pettit ha insistido en que la libertad no puede reducirse a la “no interferencia” liberal. No se es libre únicamente porque nadie me moleste. Se es libre solo si nadie tiene un poder arbitrario sobre mí, y si no dependo de la voluntad ajena para tomar decisiones vitales. Un trabajador con salarios de miseria, o un migrante que acepta condiciones abusivas por hambre, ¿puede considerarse libre? La respuesta es negativa: vive bajo la amenaza constante de la necesidad, obligado a someterse.

Este diagnóstico no es nuevo. Thomas Paine, uno de los padres de la independencia estadounidense, ya sostenía en el siglo XVIII que la pobreza extrema convierte la libertad en un engaño, y que la sociedad tiene el deber de garantizar a todos un ingreso básico que permita vivir sin humillaciones. Hoy, Raventós y Casassas retoman esa tradición y la articulan con la idea de una renta básica universal: un ingreso garantizado para todos los ciudadanos como condición mínima para ser libres.

La pobreza no es solo carencia de bienes: es un prisión invisible. El pobre no puede elegir con quién asociarse, qué trabajo aceptar, dónde vivir, cómo cuidar su salud o educar a sus hijos. Depende de favores, subsidios condicionados o de un mercado laboral que lo explota. Está atrapado en una relación de dominación estructural. El discurso oficial puede repetir que “es libre”, pero esa libertad es ficticia: carece de recursos para ejercerla.

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La realidad mundial lo ilustra con crudeza: millones de personas sobreviven con ingresos insuficientes, atrapadas en la economía informal, sometidas al chantaje de caciques, empleadores o incluso del crimen organizado. Esa dependencia material reduce la libertad a un eslogan vacío.

El republicanismo propone entonces un giro: la libertad exige recursos. No se trata de “dar limosna” sino de garantizar independencia material. Raventós lo formula con claridad: un ingreso básico incondicional es la manera de asegurar que nadie deba venderse en condiciones de humillación o someterse al poder de otros para sobrevivir. Van Parijs lo complementa al sostener que la renta básica es la forma de “realizar la justicia en libertad”: cada persona podrá rechazar trabajos degradantes, estudiar, organizarse políticamente, o simplemente vivir sin miedo a la miseria.

El verdadero escándalo no es que esta idea sea utópica, sino que sigamos aceptando una libertad mutilada: formal en el papel, pero vacía en la realidad.

La pobreza es la más antigua de las dictaduras. Somete sin necesidad de cárceles o látigos. Por eso, hablar de libertad en sociedades donde millones carecen de lo mínimo es una postura política. El republicanismo nos recuerda que no hay democracia posible mientras vastos sectores vivan dominados por la necesidad.

La disyuntiva es clara: o entendemos la libertad como algo más que un derecho formal y la dotamos de condiciones materiales mínimas, o seguiremos perpetuando un orden en el que unos pocos son libres y la mayoría vive sometida. La renta básica universal no es una dádiva, es la condición para que la libertad deje de ser un privilegio de los ricos y se convierta en un derecho de todos.

X: @RubenIslas3