Hay heridas que no cierran. Ni con el paso del tiempo ni con el disfraz de la ficción. Las muertas, la nueva serie de Netflix dirigida por Luis Estrada, nos devuelve a las entrañas de un país donde la explotación sexual no es un mal recuerdo, sino una llaga que sigue supurando. Jorge Ibargüengoitia escribió su novela hace décadas como sátira feroz, inspirada en “las poquianchis". Aquellas cuatro hermanas, hijas de un policía porfirista, que usaron una modesta herencia para abrir burdeles que con los años se transformaron en una fortuna amasada sobre el cuerpo de mujeres campesinas, reducidas a mercancía. Cuando se descubrieron las fosas, el país entero se estremeció: el escándalo fue nacional, la indignación recorrió plazas y periódicos.
Hoy, esa indignación parece intermitente. La trata de personas no ha desaparecido: se ha transformado en un fenómeno más violento, trasnacional y sofisticado. Ya no son burdeles miserables, sino redes digitales que ofrecen mujeres migrantes en páginas de internet; ya no son hermanas administrando prostíbulos rurales, sino grupos criminales capaces de traficar drogas, armas y seres humanos en el mismo cargamento. Apenas la semana pasada, en Ciudad Juárez, Chihuahua, se realizaron operativos contra la explotación de mujeres venezolanas y colombianas que eran ofertadas en plataformas digitales. Historias de explotación que recuerdan que la frontera no solo es un muro físico, también un territorio de impunidad.
En el centro del país, las heridas son igualmente profundas. El caso del Kínder Andrés Oscoy en Iztapalapa reveló más de cincuenta denuncias de niñas y niños menores de seis años: fueron drogados, abusados, grabados en video, incluso sacados del plantel hacia la casa de un celador. La barbarie se desplegó en un espacio destinado al cuidado y la educación. Las familias denunciaron y encontraron indiferencia, silencio, incredulidad. La impunidad se hereda, igual que las fortunas negras.
El internet, presentado como promesa de futuro, se ha vuelto un terreno fértil para el abuso. En lugar de servir para perseguir criminales, abre sótanos digitales donde se comercia con vidas. La violencia dejó de necesitar un burdel de adobe: basta un teléfono inteligente y una red encriptada.
México ha cambiado, pero hacia un abismo más hondo. El trayecto de las poquianchis a los cárteles es la historia de una violencia que se tecnifica y se globaliza. De la explotación física a la condena perpetua de un video imposible de borrar. De la connivencia municipal a la indiferencia del Estado entero.
Mirar Las muertas hoy no es entretenimiento. Es duelo. Es reconocernos en un país donde los verdugos cambian de rostro, pero las víctimas son las mismas: mujeres, niñas, niños, pobres, desprotegidos. Estrada revive un episodio del pasado, pero lo que resuena en el fondo es el presente: un presente que aún no despierta de la pesadilla.
Viva México.
X: @ifridaita