La declaración de Kristi Noem, secretaria de Seguridad Nacional de Estados Unidos, no es un exceso verbal aislado ni un desliz retórico producto del arrebato. Es una pieza más —quizá una de las más grotescas— del engranaje discursivo con el que el presidente Donald Trump y su entorno han decidido gobernar: insultar primero, estigmatizar después y, finalmente, convertir el prejuicio en norma. Cuando una funcionaria de esa jerarquía recomienda una “prohibición total de viaje” para los países que “inundan” a Estados Unidos de “asesinos, sanguijuelas y adictos a los subsidios”, sin nombrarlos pero insinuando que cualquiera puede serlo, no estamos frente a una ocurrencia: estamos ante un mensaje profundamente corrosivo, una amenaza política que busca preparar el terreno para medidas más duras, más excluyentes y más peligrosas. Es el lenguaje del odio, disfrazado de estrategia de seguridad, abriendo paso a un clima donde la razón se arrincona y la xenofobia se normaliza desde el poder.

La funcionaria, tras su reunión con Trump, publicó en la plataforma X una frase tan incendiaria como reveladora: “He recomendado una prohibición total de viaje a cada maldito país que ha estado inundando la nación de asesinos, sanguijuelas y adictos a los subsidios”. Esta afirmación, pese a su vulgaridad, merece un análisis serio porque marca un rumbo: la estrategia política que se ha decidido abrazar en Washington no apunta a la gestión responsable de los flujos migratorios ni a la cooperación internacional, sino a la construcción de un enemigo colectivo, útil para la polarización y rentable para sus cálculos electorales.

El problema no radica solo en lo ofensivo del lenguaje, sino en su ambigüedad calculada. Al no especificar qué naciones conforman ese difuso catálogo de “países malditos”, Noem deja abierta una ventana peligrosa en la que cabe todo aquel país que la administración Trump decida señalar cuando convenga. Esto permite convertir la política migratoria en un arma arrojadiza, adaptable y caprichosa, donde las decisiones pueden justificarse sobre la base de emociones inflamadas más que en datos o evaluaciones técnicas.

Recordemos que este tipo de discurso no es nuevo en la política estadounidense reciente. Desde su primera administración, Trump apostó por una narrativa del miedo, presentando a los migrantes —especialmente a los latinoamericanos— como la causa de la inseguridad, la crisis económica y la supuesta pérdida de identidad cultural del país. El “travel ban” de 2017 fue el precedente más claro: una medida envuelta en tecnicismos jurídicos pero sustentada en prejuicios religiosos y sospechas étnicas. Hoy, el tono ha escalado y el mensaje es aún más crudo. Y lo más preocupante: parece haber dejado de ser una postura marginal para convertirse en la voz oficial de quienes dirigen la seguridad interna del país.

Este endurecimiento retórico encuentra un público dispuesto a abrazarlo. Sectores del electorado estadounidense, golpeados por la incertidumbre económica, la polarización y el desgaste institucional, ven en estas declaraciones una reafirmación de su frustración. Sin embargo, ese respaldo emocional se construye sobre bases falsas. La evidencia muestra una y otra vez que los migrantes no representan un incremento en la criminalidad, que las llamadas sanguijuelas contribuyen más a la economía de lo que consumen y que el mito del aprovechado del subsidio se desploma con cualquier análisis serio de cifras fiscales. Pero en tiempos donde la política se decide más en los algoritmos que en los libros, la verdad se vuelve un estorbo.

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El riesgo para Estados Unidos no es únicamente ético o moral; es también estructural. Una nación que ha crecido gracias a la migración, que se ha nutrido de diversidad y que ha construido su identidad moderna sobre la promesa de inclusión, se desliza peligrosamente hacia un proyecto de país más cerrado, más intolerante, más desconfiado del otro. Las palabras de Noem, aunque escandalosas, cumplen una función estratégica: radicalizar el discurso hasta que lo extremo parezca normal.

También conviene observar el efecto interno que produce este tipo de postura. Convertir al migrante en chivo expiatorio genera un clima social en el que aumentan los crímenes de odio, se justifican violaciones a derechos humanos y se validan prácticas de discriminación institucional. No es solo un problema de política exterior; es una fractura interna que puede erosionar, durante décadas, la cohesión social y la legitimidad democrática. Cuando el miedo se convierte en política pública, el daño es siempre profundo.

Pero quizá lo más preocupante es que este discurso podría estar preparando el terreno para medidas de mayor alcance. Si hoy se habla de “prohibición total de viaje”, mañana podría hablarse de deportaciones exprés, suspensiones de visas masivas, restricciones comerciales disfrazadas de seguridad nacional e incluso ruptura o congelamiento de acuerdos bilaterales con países estratégicos. La máquina legal estadounidense, especialmente cuando se invoca la seguridad nacional, es capaz de moverse con rapidez y con pocos contrapesos efectivos.

Para México y para América Latina, estas señales no pueden tomarse a la ligera. La región ha sido históricamente blanco del discurso antimigrante estadounidense, y la ambigüedad de Noem sugiere que nuevamente podría serlo. México, en particular, debe estar alerta. Somos el principal socio comercial de Estados Unidos, la nación con mayor presencia migrante en su territorio y un país cuya estabilidad económica está profundamente ligada a la relación bilateral. Permitir que se normalicen insultos como los proferidos por Noem sería aceptar un retroceso diplomático inaceptable.

La respuesta regional debe ser firme, inteligente y estratégica. No se trata de caer en confrontaciones estériles, sino de dejar claro que ningún país puede ser estigmatizado bajo etiquetas de criminalidad colectiva. Los gobiernos latinoamericanos deben exigir respeto y, al mismo tiempo, fortalecer sus propias políticas migratorias para no dar espacio a narrativas que los describan como focos de riesgo.

La democracia estadounidense, hoy más polarizada que nunca, enfrenta una disyuntiva fundamental: permitir que el discurso del odio marque su política de Estado o recuperar la sensatez que alguna vez caracterizó a sus instituciones. Las palabras de Kristi Noem son un síntoma grave de una enfermedad más profunda: la sustitución del debate público informado por una retórica que explota el miedo, distorsiona la realidad y legitima la exclusión.

En este contexto, corresponde a la comunidad internacional, a los gobiernos afectados y a la ciudadanía estadounidense que aún cree en los valores democráticos alzar la voz. Porque lo que hoy parece solo una declaración desafortunada podría convertirse mañana en una política devastadora. Y la historia nos enseña —con demasiada claridad— que cuando el odio se institucionaliza, la humanidad entera pierde.

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