A pesar de no conocerse aún los detalles de la reforma electoral, se anticipa que podría suponer una nueva amenaza para la moribunda democracia electoral mexicana. Debe recordarse que las reformas pasadas en esta materia han tenido un rasgo especial: han surgido de un contexto marcado por una exigencia ciudadana. Me referiré sucintamente a las dos más recientes.
La reforma de principios de la década de los noventa que condujo a la creación de un IFE autónomo fue el resultado de un descontento ciudadano producido por el supuesto fraude cometido contra Cuauhtémoc Cárdenas en 1988. Estos cambios constitucionales hicieron posible recuperar la confianza de la ciudadanía ante la crisis de credibilidad provocada por los sucesos previos con la edificación de un organismo autónomo responsable de la organización de los comicios.
Más tarde, la reforma que dio origen a la creación del INE, mediante la recuperación del acervo jurídico del IFE y el reforzamiento de la autonomía, tuvo como antecedente las supuestas irregularidades cometidas durante el 2006.
En otras palabras, todas las reformas recientes en materia electoral que han tenido lugar en las últimas décadas han sido el resultado de una crisis de credibilidad. Han sido respaldadas por la ciudadanía y por los partidos de oposición.
En cambio, la reforma que se viene en 2026 no será mas que el resultado de la voluntad de un régimen gobernante por consolidar el poder y hacer más improbable el triunfo por parte de la oposición. Buscan, según ha trascendido, eliminar a los diputados y senadores plurinominales y reducir el financiamiento de los partidos políticos.
Lo primero no hará más que enterrar de una vez por todas cualquier resquicio de oposición que Morena pudiese encontrar en el Congreso; mientras que el segundo será un nuevo incentivo para que todos los partidos, empezando por el oficial, recurran con mayor urgencia y sistematización a recursos de procedencia ilícita, a saber, del crimen organizado y de los cárteles de la droga.
En suma, la reforma electoral que se viene será, si se consuma, de consecuencias nefastas contra la paupérrima democracia liberal mexicana que perece. Podrá compararse a las proporciones de la judicial. No será el resultado de un consenso, ni de la voluntad de la ciudadanía ni una exigencia de la sociedad civil, sino que saldrá de la personalísima ambición emanada de un empoderado obradorismo que no piensa dejar de trabajar un solo día para desmantelar las instituciones del Estado mexicano.


