En el análisis social pocas veces los fenómenos más trascendentales llegan acompañados de estridencia; los cambios profundos suelen avanzar en silencio, transformando realidades sin anuncios previos. Así ocurre con la creciente oleada de mexicanos que están estableciendo residencia en España y Portugal. No es un flujo migratorio más, ni un pasaje repetido de nuestra larga historia de movilidad humana. Se trata de un movimiento distinto, sofisticado y, para muchos, inesperado incluso entre quienes han seguido con atención la evolución económica y social del país. De acuerdo con una reciente publicación de Forbes, 28 mil mexicanos han conseguido residencia legal en España este año, y más de 9 mil lo han hecho en Portugal. No son migrantes tradicionales: son inversionistas, profesionales, familias con capacidad económica y visión global que están reconfigurando el mapa de la migración mexicana contemporánea.

La migración mexicana hacia Europa —particularmente hacia España y Portugal— se ha convertido en uno de esos movimientos que hablan más fuerte que cualquier discurso político o programa institucional. No se trata, en absoluto, de la conocida diáspora motivada por la necesidad y por el anhelo de un sustento que durante décadas impulsó a millones a cruzar la frontera norte. No. Lo que hoy estamos viendo es un éxodo distinto: silencioso, educado, capitalizado, legalmente estructurado y, sobre todo, revelador.

A primera vista podría pensarse que se trata simplemente de nuevas rutas migratorias, de un desplazamiento natural en un mundo globalizado. Pero los detalles cuentan una historia mucho más compleja y profundamente simbólica del momento que vive nuestro país. Quien analiza con detenimiento estos flujos se encuentra con que los mexicanos que están fijando su residencia en la península ibérica no son los migrantes de antaño, aquellos que se abalanzaban hacia la frontera con Estados Unidos buscando cualquier trabajo digno que permitiera enviar unas cuantas remesas a la familia en las regiones marginadas. Tampoco son los jóvenes aventureros que buscan un intercambio académico o una experiencia temporal.

Estamos hablando —y vale subrayarlo con fuerza— de personas que invirtieron un mínimo de 500 mil euros en bienes inmuebles, o que demostraron ingresos superiores a 42 mil euros anuales, requisitos que solo una capa muy definida de la sociedad mexicana puede cumplir. Es una migración formada por profesionales de alto ingreso, emprendedores, inversionistas, artistas consolidados, académicos con trayectorias sólidas y familias que buscan una reorganización vital que no gire únicamente en torno al trabajo, sino también a la estabilidad social, institucional y comunitaria.

Si el dato ya sorprende por sí mismo, su crecimiento es más elocuente aún: se trata de un incremento del 41% respecto de los registros anteriores. México se coloca ahora como la cuarta nacionalidad que más residencias obtiene en España y la sexta en Portugal. Ninguna de esas posiciones es anecdótica. Ambas reflejan un proceso de reacomodo social mucho más profundo de lo que se suele admitir en el debate público.

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Este éxodo selectivo plantea una primera pregunta que es inevitable:

¿Qué significa que decenas de miles de mexicanos con recursos, estudios, redes profesionales y capacidad de inversión decidan establecer un nuevo punto de partida fuera del país?

La respuesta no es simple ni única, pero sí apunta hacia un mosaico de percepciones acumuladas: la incertidumbre económica, la volatilidad política, la preocupación por la seguridad, la búsqueda de oportunidades educativas y, por supuesto, el atractivo de países que ofrecen marcos regulatorios estables, Estados de derecho consolidados y posibilidades de vida familiar más previsibles. No se trata de idealizar a Europa; también allá existen problemas, desafíos y tensiones sociales. Pero es innegable que para un sector de mexicanos con poder adquisitivo, la ecuación costo-beneficio se está inclinando hacia el Atlántico.

Se podría pensar que esta migración es estadísticamente menor frente al número histórico de compatriotas que eligen Estados Unidos, pero su relevancia radica en quiénes son y por qué se van. Cada uno de estos nuevos residentes europeos representa un capital humano, intelectual y económico que deja un espacio en el país: profesionistas que preferían emprender un proyecto en México, familias que podían reforzar comunidades locales, jóvenes cuya formación se forjó aquí y ahora florecerá allá. No se trata de reclamar la decisión individual —la libertad de movimiento es una conquista civilizatoria indiscutible— sino de comprender lo que el fenómeno implica colectivamente.

Hay además un elemento cultural que no debe pasarse por alto. España y Portugal no resultan destinos casuales. Existe una afinidad lingüística, gastronómica, arquitectónica y emocional que facilita la transición y que genera un sentido de pertenencia más inmediato que el que suele ofrecer la vida anglosajona. En Madrid, Barcelona, Lisboa, Oporto y en ciudades medianas como Málaga, Braga o Coimbra, los mexicanos encuentran comunidades cosmopolitas donde no solo se integran bien, sino donde incluso pueden prosperar sin renunciar a ciertos vínculos con su identidad original. Los restaurantes mexicanos, los círculos culturales, las redes de negocios y la creciente presencia de jóvenes profesionales han tejido una especie de puente permanente que cada vez más familias están dispuestas a cruzar.

Este fenómeno, sin embargo, no debe verse solo desde la óptica individual. También obliga a reflexionar sobre las tareas pendientes en México. Cuando una parte significativa de la ciudadanía con capacidad productiva y con recursos decide que su proyecto de vida será más viable fuera del territorio, estamos ante un mensaje que compete no solo al gobierno, sino a la sociedad en su conjunto. La confianza —ese intangible decisivo en la vida de cualquier nación— se construye lentamente, pero puede erosionarse con mucha rapidez. Los flujos migratorios de alto perfil económico suelen ser un termómetro de esa confianza. Cuando suben de manera abrupta, algo está indicando la temperatura del entorno.

No se trata de alarmismos. México sigue siendo un país vigoroso, con una juventud numerosa, con industrias creativas, turísticas, tecnológicas y manufactureras que mantienen su fuerza, y con regiones que continúan creciendo pese a los obstáculos. Pero reconocer que existe una diáspora de élites profesionales hacia Europa es indispensable para entender los retos que debemos enfrentar si aspiramos a retener talento, estimular inversión interna y fortalecer la cohesión social.

También cabe señalar que este movimiento produce efectos en ambos sentidos. Los mexicanos que se establecen en España y Portugal no solo salen del país, sino que amplían redes de contacto que eventualmente pueden convertirse en nuevas oportunidades de inversión, intercambio académico, cooperación tecnológica y circulación cultural. La migración, bien gestionada, puede convertirse en una fuerza positiva. Pero para que ello suceda, debe existir un vínculo sólido con el país de origen, un puente que no solo se cruce al momento de irse, sino que se mantenga abierto con el paso del tiempo.

Hoy, más que nunca, México debe reflexionar sobre lo que este éxodo silencioso revela de su presente y, sobre todo, de su futuro. No podemos permitir que la narrativa se reduzca a una simple estadística de permisos de residencia. Cada uno de esos miles de compatriotas que ahora caminan por las calles de Sevilla, Bilbao, Lisboa o Faro es una historia personal, pero también un indicador colectivo. Representan aspiraciones que aquí no encontraron condiciones plenas para florecer, expectativas que se orientaron hacia otro continente y decisiones que, a la larga, repercutirán en nuestra estructura demográfica, económica y cultural.

La pregunta central, entonces, no es por qué se fueron, sino qué estamos dispuestos a hacer para que quedarse sea siempre una opción deseable. El país tiene la capacidad, los recursos, la creatividad y el temple para construir un futuro que recupere confianza y genere oportunidades. Esa debe ser la tarea inaplazable. Si la migración es un espejo, es momento de mirarnos sin evasivas y con responsabilidad.