Nada más ibas a la tienda. Ni siquiera estaba a dos cuadras de la casa; no era de noche. Pero ibas sola. Veinte minutos después de que te vi salir, comencé a sentir inquietud que se transformó en pánico. Salí a buscarte. Caminé los mismos pasos que tú, por la misma acera, aunque más rápido, casi corriendo. Me dijeron que no habías ido, que tal vez te habías encontrado con alguien.
Bajo la cortina de hierro del local me detuve, buscándote con la mirada para ver si por fin venías. No, no te vi, hija. No vi a nadie conocido. Regresé corriendo a la casa, la calle se hacía larga, larga, parecía que no iba a llegar nunca. Las manos me temblaban, no podía meter la llave en la chapa. Te gritaba, “¡hija!, ¿ya llegaste?”, pero no, nada. Silencio… Por fin pude abrir, recorrí toda la casa y no estabas.
Los vecinos de a lado escucharon mis gritos, salieron a preguntar qué había pasado, apenas les pude decir que habías ido a la tienda y que no habías regresado. Pedían que me calmara que seguro te habías encontrado con una amiga o un amigo. Yo sabía que no. Esta voz que está dentro de mí, la que me habla, me decía que no.
Mamá, cuando llegué a la esquina, me paré para poder cruzar. Estaba viendo el celular cuando dos hombres me jalaron y me metieron en un carro. Con mucha fuerza, tanta, que hasta me pegué en la cabeza con la puerta. Me subieron y me pusieron en el piso. Se sentaron y pusieron sus pies sobre mí. Yo gritaba, te llamaba, mamá. El que iba manejando arrancó. Estaba muy espantada, me dolía mucho el golpe, no sabía qué estaba pasando. Cuando quise voltear la cabeza me dieron una patada en la cara. “¡Cállate y ni voltees a vernos pendeja, porque si no, ya valiste madres!”.
Intenté moverme, enderezarme, pero los golpes me detuvieron. Eran más fuertes que yo. Pensé en ti, mamá. Sabía que estarías buscándome cerca de la casa, pero yo, ya estaba lejos. El carro se paraba y avanzaba, había mucho tráfico. Los tipos se reían a carcajadas y como que olían algo fuerte. Volví a gritarte mamá, pero para que nadie escuchara mis gritos, uno de ellos me agarró del pelo y me metió algo en la boca. Luego sacó una cinta plateada y la enrolló y enrolló, me zarandeaba y me gritaba que me callara. Cubrió mis ojos con la misma cinta. Uno amarró mis manos y el otro mis pies.
No sabía cuánto tiempo pasó mamá. No podía ver nada…
Se detuvo el coche. Bajó el que manejaba, luego subimos algo como una rampa y escuché una puerta que se cerraba. Ahí el ruido cambió, había más silencio. Me bajaron y me dieron un empujón que me caí al suelo, me arrastraron hacia otro lugar. Uno de ellos se sentó sobre de mí, me jaló del pelo y arrancó la cinta de la boca. Sacó el trapo, comencé a gritar, a toser y él me daba de puñetazos en la cara. De mis labios salía sangre. Luego, arrancó la cinta que tapaba mis ojos, no podía ver nada, apenas podía abrirlos; me dolían mucho por los golpes.
Tirada en el piso solo veía piernas, muchas, y escuchaba risas. “Dame más, pásame más”, se decían entre sí. Del cabello me jalaron a otro lado y me subieron a una cama. Me quitaron las cintas de las manos y de los pies, fue cuando pude tocarme la cara, me ardía como si estuviera con fuego. Me di cuenta que casi no tenía cejas ni pestañas, y apenas podía abrir un ojo. Me amarraron a una cama. Mamá, te juro que gritaba con todas mis fuerzas para que alguien me escuchara.
Desesperada te busqué hijita. Regresé a la tienda para ver si estaban seguros de que no habías ido. Seguí buscándote, desesperada. No estabas por ningún lado, no podía ni siquiera respirar. Cuando llegué al Ministerio Público no podía hablar, el llanto se tragaba mis palabras. Hasta que por fin pude decirle al que me atendía que habías ido a la tienda, que ya habían pasado muchas horas y que nada sabía de ti.
Me preguntó cuántos años tenías y cuando le dije que doce, me regañó por haberte dejado ir sola. De mala gana anotó tu nombre, con flojera, con total indiferencia. Se enfureció cuando le dije que se pusiera en mi lugar, que qué haría si fuese su hija o su sobrina. Me dijo que él no hubiera dejado ir a su hija a ningún lado, y eso que era más grande que tú. Anotó todo y me dijo que saldrían unos policías a buscarte y que pronto saldría la ficha de búsqueda. Yo seguí buscándote, yendo y viniendo, hablando con todos, entre muchos vecinos te buscamos. Cinco días después de haber denunciado tu desaparición, llegaron agentes a la casa para preguntarme más detalles.
Jamás he dejado de buscarte hija. Siento que me vuelvo loca, ¡cómo quisiera poder retroceder el tiempo y haber ido contigo! Han pasado ya siete días y no hay rastro de ti. A cada rato me asomo a tu recámara para ver si de milagro estás ahí.
Me lastimaron, mamá. Las cuerdas raspaban mi piel, y como grité otra vez, me volvieron a poner la cinta. Me arrancaron la ropa, toda, mamá. Los tres me lastimaron, abusaron de mí, uno tras otro, día tras día, una y otra vez, a todas horas. Si me quejaba me golpeaban. Lo único que me dejaron fue el anillo que me regalaste, cuando lo vieron, dijeron que no valía nada, que era una porquería, que valía más que yo.
Sé que me buscas, así como la mamá de mi amiga, a la que se llevaron saliendo de la escuela y que nunca regresó. Yo no creo regresar mamá. No creo. Me pegan, tengo sed, me ahorcan. Se van, me dejan sola, no puedo casi moverme, regresan, tengo frío, cada día, me sale más sangre. Cada vez todo está más oscuro. Cuando siento el anillo, lloro mucho, siento que estás conmigo.
Me dejan aquí en el cuarto siempre. Me desamarran nada más para que vaya al baño. Me dieron de cachetadas cuando no aguanté y mojé el colchón.
Algo están diciendo. No entiendo bien, pero dicen que ya no me pueden tener más tiempo aquí. Me despertaron a gritos, me quitaron las cuerdas de las piernas, pero no la cinta de la boca. Uno de ellos sacó un cuchillo y me lo encajó por todos lados, una y otra vez. Me envolvieron en una colcha, apenas podía respirar, hasta que me quedé dormida, mamá…
Volví al Ministerio Público y nada sabían de ti, hija. Pedí el video de las cámaras y solo me enseñaron uno, cuando estás llegando a la esquina. No tenían más información, me decían que tuviera paciencia. Les decía desesperada que cómo iba a tenerla, que se pusieran en mi lugar, que no estaban haciendo nada, que yo estaba haciendo su trabajo. Ni siquiera me quisieron enseñar tu carpeta, hija.
Meses han pasado, me uní al colectivo de madres buscadoras, muchos ojos ven más. El dolor, intenso es compartido. Nos entendemos. Nos abrazamos. Y cuando nos dicen que en algún lugar hay una fosa, vamos. Cuando hay varias nos repartimos.
Han pasado dos años, hijita, apenas puedo vivir, sigo sin saber nada y las autoridades son indiferentes, nada hacen…
Un colectivo encontró varios restos en una fosa. Mochilas, bolsas, ropa desgarrada… y un anillo con forma de corazón.
Por fin te encontré hija… ahora aquí llevo tu anillo, para sentirte, y cada vez que lo veo, no puedo dejar de llorarte.
Continúan las desapariciones en nuestro país. La mayoría de los casos involucra a adolescentes de entre 12 y 25 años, siendo las mujeres y niñas las más vulnerables. A muchas las secuestran para trata de personas con fines sexuales y a otras, por el odio irracional que sienten hacia ellas…
Las primeras horas son cruciales, pero las autoridades en la mayoría de los casos no actúan de manera inmediata. La falta de interés continúa. Nada pasa. Ya no importa la hora, ni el lugar, siguen las desapariciones. Seguimos a merced de estos criminales; la impunidad es la madre de toda violencia.