“La responsabilidad es el precio del poder.”

Winston Churchill

No toda tragedia admite lectura electoral. Algunas, por su densidad y por sus consecuencias, obligan a algo más incómodo: a pensar cómo funciona —o deja de funcionar— el Estado. La tragedia reciente vinculada al corredor interoceánico no exige consignas, sino una pregunta estructural: ¿quién responde cuando una obra pública falla y hay víctimas?

No se trata de desear que le vaya mal al país ni de capitalizar políticamente el dolor —estrategia que, por cierto, sí fue usada con destreza por el movimiento hoy en el poder cuando estaba en la oposición—. Se trata de exigir algo mucho más elemental: responsabilidad institucional como condición para que México tenga un futuro más promisorio.

En ese sentido, el episodio abre una grieta que no es coyuntural sino sistémica. Porque el problema no es un descarrilamiento, sino una forma de gobernar donde las obras “emblemáticas” no pocas veces quedan blindadas contra la rendición de cuentas, como si la épica sustituyera a la ingeniería y la lealtad política reemplazara a los peritajes.

La reacción presidencial, sobria y contenida, marca un punto aparte. No hubo victimización ni retórica inflamatoria. Hubo presencia, hospital, silencio prudente. Eso importa. Pero no basta. Gobernar no es solo administrar la tragedia; es decidir qué se hace con ella y A PARTIR de ella.

Aquí aparece la verdadera disyuntiva: separar el ejercicio del poder actual de las inercias que lo preceden. No todas las responsabilidades son intercambiables ni heredables, pero tampoco pueden disolverse en el “ya pasó”. La Línea 12, la violencia estructural y ahora los accidentes ferroviarios no son hechos aislados: son síntomas de una misma patología administrativa que no ha hecho cambiar el fondo. Y ya llegó el tiempo de cambiar.

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El punto delicado —y políticamente explosivo— es que esa patología tiene nombre de grupo, no de persona. Redes, lealtades, operadores, técnicos complacientes, funcionarios que sabían y callaron. Ahí es donde el sistema se defiende a sí mismo. Y ahí es donde suele fracasar la promesa de ruptura.

Por eso, la pregunta no es si habrá investigación, sino a quién alcanzará y qué revolverá y resolverá a partir de eso. Si volverán a rodar cabezas menores para preservar a los intocables. Si las carpetas se integrarán con rigor o con cálculo. Si la fiscalía actuará como institución o como muralla. La prueba no está en el discurso, sino en el perímetro de los responsables.

El maquinista no es el problema. Tampoco lo es el eslabón más débil de la cadena. La responsabilidad real vive más arriba: en quienes autorizaron, toleraron o ignoraron que ciertas vías no estaban hechas para lo que se les exigía; en quienes convirtieron advertencias técnicas en molestias políticas...

Aquí la presidenta enfrenta una decisión que no es moral, sino estructural: o gobierna con los suyos, o gobierna sobre ellos y a pesar de ellos. Ambas cosas no siempre son compatibles.

La narrativa del movimiento ha sostenido que la honestidad personal basta para limpiar al sistema. Pero los sistemas no se purifican por virtud, sino por sanción. Y el poder, cuando no se atreve a tocar a los propios, termina administrando la misma impunidad que juró erradicar.

No se trata de señalar al pasado inmediato por reflejo ni de convertir cada tragedia en juicio sumario. Se trata de entender que, si no hay consecuencias reales para quienes tomaron decisiones indebidas, la tragedia se vuelve estructura. Y entonces se repite.

Dicho lo anterior, conviene decir algo más —aunque incomode a unos y otros—: este momento también abre una posibilidad. No de reconciliación política, sino de definición institucional. La presidenta puede decidir no cargar con inercias que no diseñó y con redes que no le pertenecen. Puede hacerlo no por ruptura, sino por responsabilidad.

Extenderle la mano no implica absolver a la 4T ni suspender la crítica; implica reconocer que, si decide investigar sin excepciones, encontrará respaldo incluso entre quienes no forman parte de su coalición. Gobernar, a veces, consiste justamente en aceptar ayuda de donde no hay obediencia.

Giros de la Perinola

1) Conceptual

La prueba no está en el discurso ni en la intención declarada, sino en el alcance de las decisiones. Gobernar también consiste en incomodar a los propios. Cuando eso no ocurre, la tragedia deja de ser accidente y se convierte en método.

2) Sistémico, con idea-fuerza

Los sistemas no fallan por error: fallan por diseño. Y solo se corrigen cuando alguien decide romper la lógica que los protege. Si esta vez la cadena de responsabilidades vuelve a cortarse por el eslabón más débil, no habrá sorpresa: habrá confirmación.

3) Político

El dilema no es técnico ni moral, es político: preservar al grupo o preservar a la institución. Ambas cosas rara vez caben en el mismo gesto. De esa elección dependerá si esto fue una tragedia heredada… o una tragedia administrada.

4) Irónico

Las cabezas que suelen rodar son siempre las menos decisivas. Las otras permanecen intactas, blindadas por siglas, afectos y silencios. Así funciona el sistema cuando se protege a sí mismo.

5) Elegante

La historia no juzga intenciones, juzga consecuencias. Y las consecuencias comienzan cuando el poder decide si investiga hacia abajo —como siempre— o hacia adentro, como casi nunca.

6) Con filo

No se trata de culpar por reflejo ni de absolver por pertenencia. Se trata de algo más incómodo: aceptar que sin responsabilidades reales no hay transformación posible, solo administración del daño.

8) Minimalista, muy mío

La perinola gira, sí. Pero en política casi nunca cae al azar. Cae donde el poder le permite caer.