En los mapas antiguos, el mar era un territorio de imaginación. Los cartógrafos lo llenaban de dragones y criaturas fabulosas, como si intuyeran que bajo la superficie habitaba un misterio inabarcable. Los romanos también lo sabían: en sus leyendas, Neptuno levantaba tempestades con un golpe de tridente; las ninfas marinas, hijas de Nereo, custodiaban secretos en las profundidades; y las ballenas —cetus, las llamaban— aparecían como monstruos temibles. En el mito de Perseo y Andrómeda, un cetus fue enviado para devorar a la joven encadenada a las rocas. La humanidad siempre ha tenido que decidir: ¿sacrificar la vida o salvarla? Aquel héroe eligió liberar.
Hoy, en nuestras costas, las ballenas reales encarnan ese dilema milenario. No son monstruos, son ancianas guardianas del mar, y necesitan que el derecho —nuestra espada de Perseo— se levante en su defensa.
El fin de semana, en el malecón de La Paz, ese canto antiguo parecía reverberar en las voces humanas que se reunieron para un acto insólito: exigir que las ballenas sean reconocidas como titulares de derechos.
Los más conservadores se oponen de manera férrea, pues las tradicionales teorías plantean que la capacidad de ser titulares de derechos implican la capacidad de ejercerlos de manera consciente, pero sus mentes limitadas no alcanzan a ver que hay muchas maneras de ejercer aquellos derechos, que algunos son derechos “naturales” y que no todos tienen por qué pasar bajo la aprobación de la autoridad, ya que al tratarse del medio ambiente, no se pide permiso sino respeto a quienes ahí anidan y viven.
Bajo el cielo oscuro, iluminados por las luces del kiosco, unas doscientas personas asumieron un compromiso: declararse guardianas y guardianes de estos cetáceos, cuya vida depende del resguardo del Golfo de California. El problema es el proyecto que busca extraer y trasladar gas con promesas millonarias, instalando en la zona de ballenas maquinaria pesada y ductos.
La organización Nuestro Futuro presentó ante los juzgados de Distrito una demanda inédita: que el Estado mexicano declare a las ballenas sujetos de derechos y al Golfo de California, su hábitat, como un territorio crítico. Se busca que el territorio sea protegido y aunque la urgencia no es abstracta, se trata de un “fuera máscaras” para los nuevos jugadores: o están con la gente y contra el extractivismo, o fueron votados con el mito de la democratización del Poder Judicial para continuar defendiendo intereses económicos cupulares.
El Proyecto Saguaro GNL, aprobado por el gobierno federal, amenaza con multiplicar el paso de buques metaneros en las aguas del Golfo. Con cada colisión posible, con cada ruido que desorienta a los cetáceos, se erosiona un delicado equilibrio de la vida.
Nora Cabrera, directora de una organización que impulsa la justicia ecocéntrica, subrayó que la defensa del Golfo de California solo puede comprenderse si se coloca en el centro a todas las formas de vida, antes que a los intereses económicos. Esa idea resuena como una brújula ética: el derecho al medio ambiente sano, inscrito en la Constitución, no es únicamente un derecho humano, sino también un deber colectivo hacia las otras especies con las que compartimos el planeta. Es accesible únicamente si los juzgadores lo hacen valer.
Presidenta Claudia Sheinbaum: las ballenas y todas las especies naturales también son pueblo, aunque no voten.
Las ballenas, con su presencia majestuosa, nos devuelven la medida del tiempo profundo. Mientras nuestra historia se cuenta en siglos, la suya se mide en millones de años de evolución. En cada soplo que emerge de su espiráculo parece escribirse un recordatorio: el mar no nos pertenece, lo compartimos. Y esa diferencia lo cambia todo. Ellas dan vida y han estado en peligro de extinción, especialmente la vaquita marina que es de la familia de los cetáceos.
La demanda legal es también un acto de imaginación jurídica. Se pide impugnar permisos concedidos sin una evaluación ambiental completa; denunciar la omisión de las autoridades que, al no medir impactos acumulativos, dejan desprotegido al Golfo; y, sobre todo, avanzar hacia una justicia ecocéntrica, donde el valor de la naturaleza no dependa únicamente de su utilidad para los humanos.
Quizá, si los romanos levantaran la vista desde sus mitos, reconocerían en estas ballenas la encarnación más noble de sus antiguas criaturas marinas. No monstruos, no bestias devoradoras, sino guardianas del equilibrio del planeta. En su canto grave podría escucharse el eco de Neptuno recordándonos que toda tempestad que desatamos contra el mar regresa, tarde o temprano, a nuestras propias costas.
Ojalá que México demuestre el progreso y se convierta en protector de la vida marina y en pleno reconocedor de los seres sintientes pues no solo tienen derechos los animales que pueden domesticarse, aquello sería utilitarista y especista.
Reconocer su derecho a existir, a vivir sin las amenazas del ruido y del acero, es también una manera de recordarnos nuestro propio derecho a habitar un planeta intacto. Tal vez el nuevo mito que necesitamos escribir sea este: no el de la ballena encadenada como cetus en la tragedia de Andrómeda, sino el de la ballena libre, sujeto de derechos y dueña legítima de su casa azul.