En un país que ha hecho de la perfección una especie de paisaje cotidiano, donde la disciplina se practica con la seriedad de un ritual ancestral, apareció una yegua que, sin proponérselo, desafió esa lógica. Era pequeña, de paso ligero, y llevaba un nombre que parecía un suspiro: Haru Urara. Perdió más de ciento trece veces. Nunca ganó. Y sin embargo, su historia se abrió paso como una grieta luminosa entre las exigencias del triunfo.

Mientras los otros caballos competían por coronarse en el primer lugar, Haru Urara corría hacia otra cosa, quizá hacia el simple acto de seguir. Perdía, sí, como quien va dejando caer hojas en otoño, pero siempre regresaba a la pista. Su constancia, tan difícil de medir y tan fácil de sentir, empezó a atraer miradas. La gente acudía al hipódromo no para ver la victoria, sino para acompañarla en ese gesto silencioso de resistir. Compraban boletos con su nombre para guardarlos como amuletos, no porque esperaran una ganancia, sino porque en ella reconocían la extraña belleza de no rendirse.

En Japón, triunfar es una virtud casi sagrada. Pero Haru Urara se convirtió en un acto de delicada rebeldía. Su figura contrastaba con la del caballo perfecto, aquel que ganaba siempre y que, paradójicamente, muchos consideraban de mala suerte. Hay algo inquietante en la perfección, como un brillo que encandila y crea distancia. En cambio, la perdedora constante, la yegua que intentaba y volvía con el mismo entusiasmo, despertaba una ternura profunda. Era el espejo en el que todos podíamos vernos, sin máscaras.

La resiliencia de Haru Urara no tenía el dramatismo de las grandes epopeyas. Era más bien una escena repetida: despertar con la luz tenue, caminar hacia el entrenamiento, sentir el frío en el lomo, inhalar el aire de la mañana y, sin demasiadas palabras, decir “voy”. La suya era la clase de fortaleza que pasa desapercibida, la que no conquista medallas pero sostiene la vida. Algunas versiones dicen que Haru Urara sentía pánico por estar en espacios abiertos. Supongo que de ser así, a su naturaleza “insistencialista” habría que agregarle la valentía y el coraje para enfrentar su fobia y correr en la línea perfecta hasta la meta. Un experto en esos deportes me ha contado que cuando un caballo de carreras no desea correr, simplemente no galopa. Se queda con su dignidad tras la salida, detrás de la línea o llega a un punto y decide dejar de moverse, algunos tienen pánico o ansiedad paralizante y como los humanos, los caballos desarrollan personalidad, temperamento, carisma... Hasta perseverancia.

Hoy creo que este mensaje resulta urgente pues avanzamos en el mundo mirando de reojo los pasos ajenos, donde la comparación es una sombra que insiste en seguirnos, por eso su historia vuelve a interpelarnos. ¿Y si la meta no fuera superar a nadie?

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¿Y si el único viaje posible fuera el que hacemos hacia adentro, compitiendo contra la versión más temerosa, más apresurada o más insegura de nosotros mismos? Haru Urara, con su trote humilde, parecía recordarnos que seguir avanzando, aunque el mundo insista en llamarlo “perder”, es también una forma de victoria. Algunos le apodaron “perdedora” y dicen que es la “estrella de los perdedores”, pero creo que se equivocan. Definir a las personas en ganador o perdedor es tan limitado como olvidar que el ganador fue diez mil veces perdedor o que el perdedor fue diez mil veces un no competidor. El camino de la vida en que nos cruzamos no está diseñado para eso, sino para acompañarnos y Haru nos da una lección magistral pues recibió más de cien mil yenes en apuestas en una sola carrera, a sabiendas de que no ganaría. Como si las masas hubieran querido hacerle saber que estaban ahí, que la victoria era volver a la pista y que ella era su ganadora.

La gente la amó porque en ella descubrió el valor de caminar sin prisa, de saborear el trayecto. En cada carrera, más que un espectáculo, había un recordatorio: la vida no es una lista de posiciones. El caballo perfecto, el que ganaba todo, provocaba desconfianza. La yegua que no ganó nunca, en cambio, enseñaba la belleza de estar en movimiento aunque nadie espere nada de ti. Después de todo, colocar expectativas altas en alguien es condenarlo a ser decepcionante, irremediablemente. Quitar las expectativas es un acto de amor que permite cultivar la sorpresa de lo bello y la tranquilidad de lo que simplemente fluye.

Y así vivió, tranquila, en Martha Farm, en la prefectura de Chiba, hasta que, ya anciana, el 9 de septiembre de 2025, su cuerpo dijo basta. Murió a los 29 años, rodeada por quienes la habían cuidado durante tanto tiempo. No fue un final dramático; fue la despedida natural de un ser que había dado todo lo que podía dar. La cuidó hasta el último instante su compañera humana, Yuko Miyahara, como se cuida a los seres que dejan huellas suaves pero perdurables.

Su muerte no apagó su luz. Al contrario: la volvió más nítida. Porque Haru Urara nos enseñó algo que necesitamos recordar en esta época de carreras interminables: que participar es un gesto de valentía; que preparar el cuerpo y el alma es ya una forma de dignidad; que cumplir un proceso, incluso sin aplausos, es una victoria profunda; que avanzar a nuestro ritmo, sin compararnos, es a veces la única manera de no perdernos. Si Haru Urara hubiera tenido Instagram tal vez no habría sido tan feliz. Fue auténtica y compitió como creía que se debía competir. Tiene ganados miles de corazones y un lugar en la historia.

Nunca cruzó la meta en primer lugar, pero llegó a un sitio más difícil: al corazón de un país entero y ahora del mundo. Y desde ahí sigue hablándonos, como lo hacen los relatos que sobreviven más allá de la anécdota. Nos dice, con la voz suave de los seres que no necesitan gritar: que la vida no se trata de llegar primero, sino de no dejar de andar; que cada quien lleva su propio compás; y que, con una humildad casi sagrada, perder también puede ser un arte. Que a veces, esa frase trillada de que se gana perdiendo es completamente una realidad. Y que esa realidad resulta más hermosa que la del perfecto, porque hasta el ganador tuvo que perder al menos una vez.

X: @ifridaita