Rita Segato nos ha contado lo complejo que es entender la violencia sexual desde el Sur Global a partir de barreras lingüísticas de pueblos indígenas con lenguas originarias pues la antropóloga explica, por ejemplo, que en el náhuatl no existe una palabra exclusiva para la violación sexual. Es inconcebible por el respeto a las mujeres y cosmovisión de sabiduría de las ancianas. Lo más cercano o utilizado para referirse a ella por parte de mujeres indígenas que la han sufrido es la de “profanación”.
Ernestina Ascencio, indígena de la tercera edad, no pudo siquiera expresar lo que le habían hecho elementos del ejército desplegados en funciones de seguridad pública pues cuando fue encontrada, agonizaba.
Dieciocho años tardó la verdad en atravesar el muro de la impunidad. Dieciocho años para que una mujer indígena, pobre, anciana y náhuatl fuera reconocida por lo que siempre fue: víctima de violación sexual, tortura y muerte a manos del Estado mexicano. Este martes, México fue condenado internacionalmente por la violación sexual contra la señora Ascencio. La sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos sobre el caso de Ernestina Ascencio Rosario no solo desmiente una versión oficial infame; exhibe, con crudeza jurídica y moral, el rostro más oscuro del poder cuando decide protegerse a sí mismo antes que a las personas.
En 2007, en plena sierra de Zongolica, Ernestina fue hallada agonizante. Originaria de Soledad Atzompa, Veracruz, alcanzó a nombrar a sus agresores: “los hombres de verde”. No era una metáfora ni una confusión producto del dolor. Era una acusación directa. Sin embargo, el Estado eligió no escucharla. Eligió negar. Eligió fabricar una coartada médica para encubrir a un batallón del Ejército desplegado como parte de la llamada “guerra contra el narcotráfico”, esa política que normalizó la militarización y convirtió territorios indígenas en zonas de excepción.
Felipe Calderón cerró el caso desde la tribuna presidencial con una frase que hoy pesa como una lápida política: “murió de gastritis crónica no atendida”. Los estudios y periciales revelan que la tortura sexual en contra de Ernestina Ascencio fue realizada de manera reiterada con objetos punzocortantes que destrozaron sus órganos por vía anal y vaginal.
No hubo pruebas, pero sí una certeza implícita: la palabra de una mujer indígena no valía frente a la narrativa del poder. Lo que siguió fue una cadena de omisiones, retrasos, negligencias y simulaciones institucionales. Diez horas sin atención médica adecuada. Un hospital sin traductores. Investigaciones fragmentadas. Exhumaciones contradictorias. Un Estado más preocupado por limpiar su uniforme que por buscar justicia. La propia Comisión Nacional de Derechos Humanos reconoce que emitió un informe negligente por presiones en contra de sus visitadores y peritos.
La Corte Interamericana ha notificado a México de la histórica condena en su contra este mates 16 de diciembre: Ernestina murió por la violación sexual, las graves lesiones infligidas y la falta de atención médica oportuna. Y México incumplió su obligación de investigar con debida diligencia reforzada, precisamente porque la víctima pertenecía a un grupo históricamente discriminado. No se trata de un error aislado ni de un exceso individual; se trata de un patrón estructural donde la pobreza, la edad, el género y la identidad indígena se convierten en factores de riesgo frente a la violencia estatal.
El largo camino tuvo una representación legal gratuita asistida de abogacía de organizaciones civiles cuando tras años de litigio lograron que en junio de 2023 la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) presentara el caso de Ernestina Ascencio Rosario ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). La Comisión designó como su delegada ante la Corte a la entonces Comisionada, Esmeralda Arosemena de Troitiño y a la Secretaria Ejecutiva, Tania Reneaum Panszi. Asimismo, designó como asesoras y asesores legales al Secretario Ejecutivo Adjunto, Jorge Meza Flores, así como a las entonces especialistas de la Secretaría Ejecutiva de la Comisión, Karin Mansel y Paula Rangel.
Las víctimas fueron representadas en el proceso ante la Corte por las organizaciones Abogadas y Abogados para la Justicia y los Derechos Humanos A.C., el Centro de Servicios Municipales Heriberto Jara, A.C. (CESEM), Kalli Luz Marina A.C., la Coordinadora Nacional de Mujeres Indígenas (CONAMI), Robert F. Kennedy Human Rights y el Instituto Internacional sobre Raza, Igualdad y Derechos Humanos.
Este fallo repara simbólicamente a la familia Ascencio Rosario; al tiempo que desnuda la lógica de la impunidad militar en México. Durante años, la “seguridad nacional” funcionó como excusa para suspender derechos, y la CNDH —entonces— terminó avalando una versión que hoy se cae a pedazos frente al derecho internacional. La sentencia interpela a todas las instituciones: al Ejército, al sistema de justicia, a los gobiernos que prefirieron cerrar filas antes que abrir expedientes.
La memoria de Ernestina incomoda porque obliga a preguntar cuántas verdades similares siguen sepultadas en comunidades donde el Estado solo llega armado y en español. Obliga a revisar críticamente la herencia de la militarización y a reconocer que no hay democracia posible cuando la violencia sexual puede ser negada desde la Presidencia sin consecuencias inmediatas.
Las atrocidades cometidas por los uniformados son un recordatorio de que sin importar quien sea la cabeza del ejército, sus elementos y su institución están basados en la violencia más cruda. Son humanos entrenados para aniquilar, que jamás deberían realizar funciones de seguridad pública ni estar desplegados en las calles y pueblos de manera permanente... que siempre, enfrentar estados de perturbación y presencia militar tiene un impacto diferenciado y en desventaja para las mujeres que se hace mucho peor al encontrarse dentro de otras variables de vulnerabilidad como ser niñas, adolescentes, adultas mayores, indígenas o migrantes.
La justicia llegó tarde, sí. Pero llegó. Y con ella, una advertencia: la historia oficial ya no es suficiente cuando las víctimas insisten, cuando las familias resisten y cuando la verdad, aunque demore casi dos décadas, termina por abrirse paso. Ernestina Ascencio Rosario no murió de gastritis. Murió por la violencia del Estado. Y ahora, al menos en el papel del derecho internacional, esa verdad ya no puede ser negada.
El ejército si viola y si tortura y si mata a quienes simplemente están en un lugar, sin que eso los convierta en merecedores de lo que les sucede. El batallón presuntamente responsable sobre quienes pesan las acusaciones se encontraba a menos de medio kilómetro del espacio donde Ernestina atendía a sus animales y la condena ni siquiera completa los agravios que vivió su familia, pues en 2007 sus hijos fueron privados de la libertad de manera ilegal, torturados y amenazados para detener la búsqueda de justicia. Sobre ellos, la sentencia dice que no hubo pruebas suficientes aunque sí condena a México a brindarles una reparación económica y atención psicológica, pero existe un vacío sobre cómo entender las garantías de no repetición pues las mismas deberían pensarse como medidas para que ninguna otra mujer tuviera que vivir algo parecido en manos de quienes se creen impunes.
No solo se creen... en realidad, lo son. La condena al Estado Mexicano por actos cometidos durante la presidencia de Felipe Calderón es así de amplia y genérica porque los agresores fueron encubiertos por parte de las instituciones castrenses... nunca fueron identificados e individualizados en responsabilidades.
Y, sí... El ejército y sus integrantes mantienen presencia transexenal. Los autores de aquel crimen puede que se hayan convertido en generales o superiores y sigan, sea en Veracruz o cualquier otro lugar militarizado, operando. Ahora con mucho más poder que el que tenían cuando integraban un batallón y patrullaban.



