El ejercicio del poder tiene una naturaleza bicéfala; una de sus expresiones se refiere a la capacidad de integrar y construir acuerdos desde una situación que se mueve a través de la diversidad de intereses, enfoques y visiones, en donde el reto es lograr armonizar las disparidades, construir consensos y generar decisiones que gocen de respaldo y, con base en ello, de legitimidad.

La otra cabeza plantea una tendencia opuesta; mira hacia el carácter impositivo, la represión, intimidación, dominio mediante el uso de la fuerza; estrategias para la generación y administración de estímulos selectivos para dar recompensas y cooptar, con la pretensión de prevalecer frente a los demás.

Se trata del consenso y de la coerción como dos cabezas de un mismo cuerpo; la tendencia en torno del primero caracteriza a los gobiernos con vocación democrática, mientras la segunda marca la propensión autoritaria que ordena agendas y la interlocución con los grupos que se oponen, a través del uso discrecional e intimidatorio de capacidades, si es necesario del abuso de la fuerza.

La proclividad del gobierno en funciones se ha encaminado cada vez de forma más acelerada por una pulsión autoritaria, al tiempo que, inscrito en esa corriente turbulenta, profundiza su alejamiento del cauce que conduce a lograr coincidencias, puntos de encuentro y afinidades. Se rompe con los contrarios a las definiciones del gobierno y se les hostiliza.

Los sucesos más recientes así lo anuncian, tal y como puede advertirse en la forma de descalificar a la candidata Xóchitl Gálvez a quien el presidente le aplica epítetos propios de quien está en campaña y no en tareas de gobierno; asume una postura de ataque a quien identifica como adversaria, sin consideración alguna a la función de un gobernante que tiene obligaciones hacia el conjunto de la sociedad y que debe respetar a sus adversarios o detractores.

Otro tanto, hace el gobierno respecto de su inconformidad a la forma de actuar de la ministra Norma Lucía Piña, presidenta de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, por un desempeño que ha renunciado a alinearse hacia las pretensiones de aquel, y que en el colmo de su intención de disciplinar al poder judicial, contrasta la actitud que ella mantiene, respecto de la observada por su antecesor que, por cierto, se desligó de la tarea judicial para incorporarse a tareas de proselitismo y de campaña política, desnudando los vínculos y la interlocución que mantuvo con las autoridades gubernamentales en desmedro de su autonomía e imparcialidad.

La difusión de información y de datos personales con la intención de desacreditar o amedrentar a periodistas del país y del extranjero que emiten opiniones o posturas que el gobierno estima que lo perjudican, es una práctica que se extiende y generaliza. Se pretende desde la tribuna presidencial desacreditar al crítico, sin atender de fondo lo que se le critica; se descalifica sin aclarar, se desestima y degrada a las voces que osan disentir y mostrar opiniones o puntos en contra del gobierno.

Se pretende acreditar que el gobierno no consciente diferendos y que, de emitirse, tienen costos; se elude aclarar y mostrar lo equívoco de las críticas o señalamientos que se le hacen; se opta por combatir a quien disiente y se atreve a expresarlo. La cabeza autoritaria del gobierno se muestra feroz y amenazante en la fase final de la administración; muestra que es un activo de la campaña de su partido, en el sentido de ser un decidido y resuelto militante para ganar la contienda a favor de su partido.

La pauta de la competencia ordenada, respetuosa, regulada eficazmente por las leyes y las instituciones se descarta a cada paso: la competencia democrática tiende a ser sustituida por el pleito de callejón, por los gritos, por el atrevimiento para violentar y descalificar a las autoridades o de minimizarlas.

La legalidad pretende sustituirse por una supuesta autoridad moral que descalifica todo aquello que disiente; la voz de los tribunales y de las instituciones que pueden marcar decisiones autónomas e independientes, son controvertidas por una tribuna que se afana por medio de una retórica que sustituye los argumentos y el debate de fondo, a través de una expresión imbatible porque desconoce a cualquier otra expresión, datos, argumentos, opinión o punto de vista que se aleje de la postura oficial.

El gobierno busca interactuar sólo con instancias que le son sometidas, subordinas, disciplinadas, que renuncian a puntos de vista propios y diferentes.

El poder bicéfalo ha debilitado a una de sus cabezas que es la de los acuerdos, de los consensos y del entendimiento; ésta ha sido disminuida casi hasta la inanición, se encuentra inerte, exigua; en contraste, luce radiante, erguida y fuerte la cabeza que piensa en fuerza, en intimidación, en doblegar a los adversarios, en cooptar a quienes fueron opositores, en intimidar a los oponentes, en acallar a las voces que disienten a través del empleo de un menú amplio que ofrece distintas opciones para someter.

La cabeza destinada a propiciar actos consensuados siempre fue menospreciada, pero servía como un señuelo para arribar a posibles acuerdos y para la expectativa de tener un ordenamiento democrático; esa opción fue menospreciada, pero debe rescatarse por medio de derrotar y dominar al autoritarismo que se expande como epidemia.

Corren tiempos de desencuentros, como ha ocurrido en este pasado fin de semana, al ser identificado como el de mayor violencia de todo el sexenio. La cabeza que habla de acuerdos y de gobernabilidad democrática parece desfallecer, mientras asume la voz y el mando la cabeza que intimida, hostiliza y confronta.