El Día del Orgullo no es solo una celebración de amor.

Es, ante todo, una declaración política: de existencia, de resistencia y de dignidad. Porque el amor de las personas LGBTTTIQA+ no necesita ser “respetado” como si fuera una concesión.

Cuando alguien dice “yo respeto, pero…” está revelando que aún cree que las vidas, identidades y afectos están sujetos a su juicio. No. No se respeta algo que no te afecta, que no te incumbe, que simplemente es.

No respetas a alguien por existir, del mismo modo que no se le aplaude a nadie por respirar.

El orgullo nace de la rabia y la dignidad de quienes fueron rechazados, golpeados, asesinados o silenciados por amar diferente, por vivir su verdad.

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No se necesita permiso para ser. No se necesita tu aprobación. Solo se exige lo que a cualquier persona se le debe: igualdad, libertad y derecho a caminar por la vida sin miedo.

No basta con decir “yo respeto”. No se respeta a quienes siguen siendo asesinados por su identidad o expresión de género. No se respeta a quienes son humillados en hospitales, ignorades por la policía o detenides con brutalidad. Eso no es respeto: es indiferencia maquillada de corrección política.

Hablan de inclusión, pero no hay perspectiva de género ni diversidad en las fiscalías, en las cárceles, en los sistemas de salud. No hay protocolos, no hay justicia, no hay cifras claras. No hay voluntad.

Los falsos aliados del poder ondean banderas en junio, pero no presentan iniciativas, no destinan presupuesto, no protegen a las infancias diversas, no garantizan acceso a la salud integral ni a una vida libre de discriminación.

El orgullo incomoda, denuncia, interpela. Y a quienes gobiernan: les toca más que subir un post. Les toca actuar, legislar, transformar. Porque sin justicia, sin seguridad y sin derechos reales, no hay nada que celebrar.

A esto se suma un dato que quema la conciencia: México es hoy el segundo país de América Latina con más crímenes de odio contra la comunidad LGBTTTIQA+. Tan solo en 2024 se registraron 146 crímenes, casi el doble que en 2023. Asesinatos, desapariciones, atentados. Historias truncadas por el odio, por la negligencia, por el silencio cómplice del Estado.

Y no es todo. El 37.3% de personas LGBTTTIQA+ ha sido víctima de discriminación al intentar acceder a servicios de salud, educación o programas sociales. Más del 28.7% ha tenido intentos de suicidio, provocados por ansiedad, hostigamiento y rechazo sistemático. La violencia no siempre deja marcas visibles: a veces, solo queda en la mirada perdida de quien ya no encuentra razones para seguir.

En medio de este panorama, se han documentado más de 700 transfeminicidios entre 2008 y 2023. Y, aun así, en 2025, solo dos entidades, Ciudad de México y Nayarit han reconocido esta forma de violencia como un delito autónomo. El resto del país sigue sin llamarla por su nombre, como si la invisibilidad jurídica pudiera disimular la sangre que corre.

El transfeminicidio no es un crimen pasional. Es un crimen de odio. De género. De poder. Y se alimenta del abandono institucional que no investiga, que no persigue, que no protege.

El Estado mexicano sigue sin contar con una ley federal que tipifique el transfeminicidio, sin un registro público nacional de crímenes de odio, sin protocolos estandarizados de justicia, sin presupuesto garantizado para atender a esta población.

Hablar de inclusión sin estas herramientas es demagogia. Pura y dura.

¿Y dónde están las fiscalías especializadas? ¿Dónde los refugios? ¿Dónde la educación pública que forme para la diversidad y no para la vergüenza? ¿Dónde están las infancias trans, las juventudes queer, los cuerpos no binarios en las políticas públicas reales, no en las campañas de marketing?

No se puede hablar de justicia mientras se permita que sigan asesinando a quienes simplemente quieren existir. No se puede hablar de igualdad mientras haya quien aún deba pelear por su derecho a ser reconocido con su nombre, a acceder a una consulta médica sin burla, a transitar la calle sin miedo a no regresar.

Este no es un tema de ideología, es un tema de derechos humanos. Y quienes se escudan en la moral o en la religión para negar derechos, están contribuyendo a que este país siga encabezando cifras de muerte y exclusión.

Así que sí, el orgullo incomoda. Porque nació de una protesta. Porque aún se tiene que gritar para que se escuchen. Porque aún hay que llorar para que les crean. Porque aún las y los matan.

Y cuando eso pasa, ya no basta con decir “yo respeto”, hay que hacer visible el respeto, con legislación y recursos. Porque cada crimen de odio que ocurre en este país no es solo una tragedia individual: es una deuda pública. Y no hay arcoíris que la oculte.

X: @Alberto_Rubio