Últimamente, he pensado en la rabia que puede alcanzarse tras experimentar miedo por vivir aquellas cosas que antes podían disfrutarse con tranquilidad. Cuando comencé a practicar senderismo, una de las primeras rutas fue Ajusco, Dinamos, Marquesa y espacios abiertos de la alcaldía Tlalpan-Magdalena Contreras-Cuajimalpa que hoy son focos rojos por las desapariciones que ocurren entre las hermosas veredas inmerecidas.
Ana Amelí, estudiante de la UNAM, justamente desapareció en un recorrido de senderismo y a la lista se suman casos de corredores o deportistas que simplemente buscaban contacto con la naturaleza y encontraron lo que nadie sabe hasta el momento. Al día de hoy, hay más preguntas que respuestas y ni hablar del paradero de los desaparecidos.
Hay incertidumbre sobre si se encuentran con vida o no, si fueron torturados o abusados. Simplemente, se esfumaron y ninguna autoridad ha sido capaz de nada. Meses antes de que estos incidentes repuntaran, Jaqueline Palmeros, madre buscadora, encontró cerca de las sórdidas barrancas algunos restos de su hija desaparecida, Monserrat. Hoy Jaqueline enfrenta amenazas y no ha logrado encontrar completos los restos de su amada hija. Desde que Amelí desapareció y acompañé tan solo un día a una brigada de practicantes que esperaban contribuir, entendí que ese lugar había dejado de ser seguro. Ahora la simple idea de practicar un deporte que he amado me genera estrés, ansiedad, urticaria, la pienso y es imposible no sentir rabia, esa que llega después del miedo.
Rabia por permitir que nos hayan robado la oportunidad de vivir las experiencias más amadas. Rabia porque la incapacidad gubernamental se hace cada vez más evidente y los criminales nos roban la libertad, la tranquilidad, el plan de fin de semana, la herramienta para la paz mental. Rabia porque un puñado armado ha sido capaz de robarnos a tantas personas increíbles y valiosas destrozando la vida de sus madres y familiares. Rabia porque diariamente hay un espacio más que se pierde, una actividad menos que se puede realizar.
Rabia porque siempre llega ese pensamiento. Un pensamiento que siempre asalta los deseos de habitar la Ciudad y los espacios; que advierte la posibilidad de ser la próxima. Rabia porque a pesar de los incidentes, aquellas zonas siguen igual de abandonadas, sin señal y sin algún tipo de herramienta para tener seguridad. Rabia porque los mínimos intentos de intervención gubernamental a menudo, son ineficientes o terminan por dar soluciones bobaliconas como instalar casetas con personas que jamás se mueven pero cobran y dan boletitos por entrar a zonas naturales que en teoría, son de todos.
Rabia porque desfilan funcionarios, pero unos y otros parecen lo mismo. Rabia porque nos roban la libertad diariamente y lo hacen ambos en complicidad: el criminal por desaparecernos o matarnos, la autoridad por vigilarnos o controlarnos. Y ni se detienen las muertes o desapariciones ni podemos recobrar la calma de lo cotidiano, menos habitar lo colectivo porque el mandato de supervivencia es desconfiar. Rabia porque la apuesta es por acostumbrarnos. En vez de garantizar seguridad, lanzan alertas para no visitar el Ajusco. Mejor no salir.
Mejor dejar de llevar a tus hijos al bosque o de realizar recorridos que apoyan a las comunidades de aquellas zonas. Rabia porque el miedo se ha vuelto una forma de vida y no debería serlo. Porque tener precaución ya no basta, y porque hemos aprendido a desconfiar del viento que antes nos despejaba la mente. Miedo de correr, de explorar, de existir en libertad. Miedo que es viral, que se transmite, que se normaliza entre senderistas y corredores pero especialmente entre mujeres que aprendemos a trazar mapas mentales de riesgo donde debería haber solo rutas de montaña y horizonte.
Hay días en que pienso que la verdadera desaparición colectiva no es solo la de las personas, sino la de nuestra confianza, la de nuestra posibilidad de cohabitar con alegría. Nos están desapareciendo la calma, la espontaneidad, la risa al aire libre. Y lo más grave: están desapareciendo el derecho a no tener miedo. Mientras tanto, las madres siguen buscando, los nombres se multiplican y los rostros en las fichas se parecen tanto que ya no sabemos si lloramos por una o por todas. Porque, en el fondo, cada mujer desaparecida nos refleja.
No sé en qué momento vivir se volvió un acto de resistencia. Pero sí sé que resistir significa re-dignificar la rabia con todo y miedo, exigir lo que es nuestro: el derecho a caminar sin miedo, el derecho a volver al Ajusco y a volver a ver a quienes se llevaron.
X: @ifridaita