Boecio, cuyo nombre completo es Anicio Manlio Torcuato Severino Boecio, formuló una de las definiciones de persona más célebres y citadas en cualquier curso de Filosofía: “sustancia individual de naturaleza racional”. Para él, la persona se caracteriza por estar individualizada en un cuerpo propio con conciencia propia —la sustancia— y por una naturaleza supuestamente racional. Sin embargo, cuanto más creo entender a la humanidad, menos convencida estoy de que la “racionalidad” sea lo que realmente nos define.
La persona, sobre todo, es un manojo de emociones que va adquiriendo racionalidad conforme crece, dependiendo completamente del lugar en el que lo haga, del contexto cultural, de la educación, del privilegio e incluso de las oportunidades. El cerebro límbico, reptiliano o primitivo define lo más importante de nuestras vidas: de quiénes nos enamoramos, cómo nos defendemos al sentirnos amenazados (incluso mediante actos delictivos), de quiénes y cómo nos separamos o peleamos; define el nacimiento, el parto, la supervivencia. Y después viene todo lo demás.
En ese cerebro se desarrolla la confianza, entendida como oposición al estado de supervivencia. Ese mismo cerebro nos indica cuando un lugar es seguro y, al mismo tiempo, activa la amígdala, derrama cortisol y reconfigura todo para la huida cuando percibe riesgo o peligro. Pero ser una sustancia individual de naturaleza emocional con potencia racional —como creo que realmente somos— implica que las emociones y la confianza tienen impacto no solo individual, sino también colectivo, al grado de constituirse en indicadores económicos y sociales. La confianza, por ejemplo, se refleja en el crecimiento o estancamiento de una economía, y figura en la estadística de natalidad: el miedo o la desconfianza invitan a tener menos hijos, mientras que el bienestar y el equilibrio suelen favorecer la reproducción.
Las emociones tienen impacto económico y también político. López Obrador emocionó hasta el tuétano a las masas. Claudia Sheinbaum, en cambio, ha convencido racionalmente a las élites mundiales que hoy la coronan como la quinta mujer más poderosa del mundo. Pero, entre todo ese contexto, el fenómeno silencioso de los inversionistas mexicanos y extranjeros muestra una tendencia a la baja. Los mexicanos más adinerados están sacando su capital del país para trasladarse a otros lugares mediante inversiones que les permitan obtener residencia legal. Entre los destinos preferidos figuran España, Estados Unidos y otros países fuera de nuestro territorio.
Algunos atribuyen esta fuga a la reforma judicial; otros, a la caída del Estado de Derecho o a la incertidumbre generada por la posibilidad de hipervigilancia en medio de la crisis de seguridad. Incluso si apuntamos exclusivamente a la violencia, todas estas causas pueden leerse como señales de pérdida de confianza. La pérdida de confianza se traduce en el sistema de huída y supervivencia activado que lleva a inversionistas a sacar su dinero de México, como si lejos de anticipar una crisis, la estuviesen provocando con el pánico y el autoconvencimiento de incertidumbre.
Podría pensarse que, en otros tiempos, aquella confianza era fruto de la corrupción de cuello blanco, del tráfico de influencias que garantizaba a los más acaudalados que incluso un crédito fiscal podía negociarse. La política de cero tolerancia a la corrupción del gobierno de Sheinbaum terminó con esa dinámica; no obstante, algunos personajes incrustados en estructuras clave aún pueden maniobrar para los suyos. En esa rotación, los más adinerados fueron quedando sin una amistad confiable que pudiera ayudarles como antes.
Perder la confianza es tan costoso que ya afecta tanto a inversionistas nacionales como extranjeros. En octubre se reportaron retiros de capital foráneo por 43,641 millones de pesos en valores gubernamentales mexicanos. Los Cetes han dejado de ser opción para los grandes jugadores; a lo sumo, funcionan como instrumentos que medianamente protegen contra la inflación y la pérdida del poder adquisitivo. Hoy se acumulan nueve meses consecutivos de reducción en la tenencia de deuda local por parte de no residentes, un fenómeno que no se observaba desde enero a septiembre de 2016. La mala racha, contada desde abril, indica una fuga acumulada de 170,869 millones de pesos.
Que las emociones gobiernen más que la racionalidad implica que, aunque México pueda verse atractivo para la inversión y el turismo, la desconfianza crece por la idea de lo que vendrá. De pronto, ni con la mujer más poderosa de América Latina al frente, las cifras se explican por completo. Creo que la racionalidad de Sheinbaum ha logrado imponerse ante personajes de cabeza dura en países fuertes y hegemónicos. Pero también creo que toca conquistar las emociones y la confianza de otros perfiles: aquellos envenenados por el odio y las narrativas de las derechas, a las que se han visto expuestos. Porque, aun con la racionalidad que nos caracteriza, en la era digital los manojos emocionales sometidos a campañas informativas o desinformativas intensas quedan predispuestos a creerlas. De ahí la importancia que los portavoces de mala fe que toman datos reales para dar conclusiones irreales resulten tan peligrosos.
Hace poco, científicos del cerebro y de la ciencia de las emociones descubrieron que la felicidad no se encuentra afuera, sino que es un estado mental dispuesto a encontrar lo bueno y a disfrutar de la vida. Personalidades como Altagracia Gómez, Carlos Slim y otros actores cercanos al mundo empresarial son ideales para la tarea patriótica de frenar el éxodo de capitales. Tienen como hacerlo racionalmente. Ahora importa conquistar emocionalmente y reconstruir la confianza sin perder los valores que caracterizan al claudismo, que está llevando a México a su mejor percepción internacional en décadas. Lo curioso es que las frases típicas de coaches como “si lo crees, lo creas”, no son tan falsas.
Realmente, si los inversionistas creen que se avecina una terrible crisis, al sacar sus capitales la estarán creando. Por otro lado, el sistema económico que evolucionó del capitalismo con ciclos de temporadas largas entre crisis y superávit, ahora vive muchas pequeños ciclos dentro de un mismo periodo y eso mantiene vivo al neoliberalismo tardío. Las crisis no son errores del sistema, son parte del mismo sistema funcionando a la perfección y autoregulándose. Lo que es adicional, son las consecuencias de la desconfianza y la falta de incorporación de nuestra naturaleza emocional dentro de los procesos públicos, que relegan la chamba a las redes sociales y al espacio que influencia desde lo privado.

