Bastante se ha criticado al presidente Andrés Manuel López Obrador por algo que dijo hace cuatro o cinco días. Reproduzco sus palabras:

  • “¿Qué hizo el neoliberalismo o quienes lo diseñaron para su beneficio?”.
  • “Una de las cosas que promovieron en el mundo para poder saquear a sus anchas fue crear o impulsar los llamados nuevos derechos”.
  • “Se alentó mucho, incluso por ellos mismos, el feminismo, el ecologismo, la defensa de los derechos humanos, la protección de los animales”.
  • “Muy nobles todas estas causas, muy nobles, pero el propósito era crear o impulsar, desarrollar estas causas para que no reparáramos en que estaban saqueando al mundo”.
  • “Y para que la desigualdad en lo económico y social quedara fuera del centro del debate”.
  • “Por eso no se hablaba de corrupción, se dejó de hablar de explotación, de opresión, de clasismo, de racismo”.

El turismo político y ecologista ha generado en ciertos sectores sociales excesivos temores y, paradójicamente, desmedidas esperanzas relacionadas con la COP26. Se han reunido personalidades de todo tipo en Glasgow, Escocia y, se supone, ya sabe la humanidad qué hacer para limpiar su planeta antes de que la inacción lo destruya.

¿Qué es lo que decidieron en esa ciudad escocesa tanto los ambientalistas más destacados como los gobernantes de las naciones industrializadas? Financiar proyectos para mitigar los impactos negativos del cambio climático.

Con buen tino, dos periodistas del Financial Times —Leslie Hook y Joanna S Kao— se han hecho la pregunta fundamental: ¿A dónde va todo el dinero de la financiación climática? Respuesta: mucho se desperdicia y una gran cantidad se la roba alguien.

No es poco dinero. Se habla de alrededor de 100 mil millones de dólares. ¿En qué se van a gastar y dónde? He ahí el gran desafío.

Antes han fracasado la mayoría de tales proyectos. Las analistas mencionadas recuerdan, por ejemplo, que un estudio de la Unión Europea, de 2017, “encontró que el 85 por ciento de los proyectos del Mecanismo de Desarrollo Limpio examinados no tuvieron el impacto esperado en las emisiones”.

En este tema ha habido demasiado desperdicio y enorme ineficacia, que como siempre se traducen en el fenómeno más lamentable de todos: la corrupción.

Es decir, mucho del dinero generosamente entregado para pagar proyectos ambientales simple y sencillamente no llega a su destino porque los administradores lo tiran o, de plano, se pierde en los hoyos negros que son bolsillos de políticos y ecologistas corruptos.

Desde luego, como se lee en la nota del Financial Times, “aunque hay preguntas sobre si el dinero se puede gastar de manera efectiva y cómo se debe distribuir, los políticos y activistas admiten que nadie ha encontrado una solución mejor”. Eso verdad, sin duda, pero tal diagnóstico no obliga a cerrar los ojos.

En Glasgow el tema de la financiación climática se debatirá a fondo porque es el problema “más difícil de solucionar”.

Ojalá en los debates se insista en que, entre los propios asistentes a la COP26, sobran quienes andan ahí por corruptos y gandallas, esto es, a la caza de dinero para sus organizaciones ambientalistas que normalmente no sirven para nada positivo.

La complejidad de dar seguimiento a los proyectos climáticos —sus resultados son muy difíciles de medir “porque se basan en proyectar la probabilidad de eventos futuros, que son muy inciertos”— les convierte en paraísos para el dispendio y el robo.

El tema es de una enorme relevancia, ya que los países más corruptos suelen ser los más necesitados de ayuda no solo para programas de saneamiento de sus bosques, mares y ríos, o para transformar en el sentido correcto sus plantas industriales, sino que son los más vulnerables ante los efectos del cambio climático, como las tormentas brutalmente destructivas.

Alguien deberá, en Glasgow o en una futura reunión de la ONU en pro del medio ambiente, ponerle el cascabel al gato y denunciar que abundan los rateros entre los políticos y activistas ecologistas.

Solo con el diagnóstico correcto podrán mejorar verdaderamente las cosas.