Donald Trump ha marcado un antes y un después en la lucha de Estados Unidos contra el narcotráfico. En apenas seis meses de regreso a la Casa Blanca, ha consolidado lo que sus críticos llamaban imposible: un andamiaje táctico, logístico y sobre todo legal, que le permite emplear fuerza letal contra organizaciones criminales trasnacionales, incluso en territorio extranjero. Lo que ayer parecía retórica electoral hoy es doctrina de seguridad nacional.

El primer laboratorio de esta estrategia se vislumbra en Venezuela. Las operaciones previstas contra el Tren de Aragua y el Cartel de los Soles no son únicamente golpes quirúrgicos contra estructuras criminales. En el fondo, plantean la posibilidad de desplazar a un régimen político bajo el argumento de colusión con el crimen organizado. La línea entre narcotráfico y gobierno se borra y allí reside la verdadera novedad: el narcoterrorismo como justificación para la intervención política.

Aquí aparece la pregunta inevitable: si Venezuela es el primer escenario de ensayo, ¿qué sigue después? México, con cárteles que superan en capacidad, armamento y recursos al Tren de Aragua, representa un desafío de escala mayor. El Cártel de Sinaloa y el Cártel Jalisco Nueva Generación no solo operan con autonomía territorial, sino que han tejido redes globales de financiamiento y logística. Comparados con ellos, el Tren de Aragua luce como una pandilla emergente.

Lo más delicado es la posible convergencia de intereses entre estos grupos y actores vinculados al Cartel de los Soles venezolano, ya sea en esquemas de tráfico conjunto o en entendimientos políticos regionales. El fantasma que recorre Washington no es solo el de los narcos mexicanos, sino el de una alianza híbrida entre crimen organizado y regímenes afines al modelo chavista.

México enfrenta aquí un espejo incómodo. El discurso de Trump no se limita a la cooperación con el gobierno de Claudia Sheinbaum. Por el contrario, insiste en un planteamiento unilateral: Estados Unidos actuará con o sin consentimiento de su vecino. Lo hizo explícito al declarar un “conflicto armado no internacional” con los cárteles, marco legal que ya prepara el terreno para acciones extraterritoriales.

Las columnas más leídas de hoy

En el caso venezolano, esa doctrina abre la puerta a un cambio de régimen. ¿Qué pasa entonces en México, donde un proyecto político con claros tintes de “chavización” consolida su poder? ¿Podría Washington aplicar la misma lógica si llegara a concluir que la frontera entre gobierno y crimen organizado se ha borrado peligrosamente? La pregunta no es retórica: es el verdadero trasfondo del debate.

A pesar de la cooperación bilateral, muchas veces exaltada en comunicados oficiales, la esencia del nuevo planteamiento estratégico de Trump es unilateral y punitiva. México puede cooperar, puede aceptar drones y radares compartidos, puede incrementar la interdicción en puertos y aeropuertos; pero la decisión última está en Washington. El precedente venezolano lo demuestra: si se considera que la seguridad de Estados Unidos está en juego, las operaciones avanzarán, incluso al costo de tensar la relación con gobiernos vecinos.

El dilema para México no es solo de soberanía, sino de legitimidad política interna. Mientras más se acerque el gobierno a un modelo de control hegemónico —con rasgos de chavización—, más vulnerable será a la narrativa de Trump: “los cárteles gobiernan México”. Y bajo esa narrativa, la intervención dejaría de ser un tabú.

Trump ha logrado lo que ningún presidente estadounidense reciente: trasladar el combate al narcotráfico al plano del conflicto armado internacional, con cobertura legal y respaldo político. Venezuela será el primer teatro de operaciones, pero no el último. México, por su tamaño, por su vecindad y por la magnitud de sus cárteles, es el verdadero objetivo estratégico.

La pregunta incómoda queda abierta: si en Venezuela el desenlace apunta a la sustitución de un régimen, ¿qué pasará en México si la frontera entre crimen organizado y poder político se difumina aún más?