Recostada y elegante está ella sobre la majestuosa cama, fijando esa vista penetrante por largo tiempo sobre un valioso objeto antiguo, luego sobre otro, ella, siempre refinada está en su lecho, como posando para un artista. Sus ojos grandes resplandecen aún más por los brillantes que tiene incrustados en los rabillos. Los tirabuzones negros están quietos, las cejas bien delineadas y ese lunar enorme casi en el centro se ve hasta hueco y profundo. Del techo pende una araña con cientos de luces y gotas de cristal, que le dan brillo a las esculturas, a las obras de arte, a todo lo que la rodea, muchas de las cuales se las dio él, era espléndido, no reparaba en gastos, al fin el dinero era del erario…
Desesperada se echa a llorar en su cama, ha subido las escaleras de mármol como si alguien la persiguiera. El barandal de bronce queda húmedo por el sudor que empapa sus manos, los leones la vieron, incluso rugieron. Ella escucha voces… Ya no quiere comer porque está segura de que será envenenada; lo que se lleva a la boca tiene que ser preparado frente a ella; limpia los cubiertos, no vayan a brillar por el veneno. Le teme a todo, hasta al agua: no quiere bañarse. Permanece en esa misma cama, sentada abrazando con desesperación sus piernas, meciéndose… Tira de sus enmarañados cabellos en accesos de mayor terror. También es alumbrada esa habitación con una araña de cristal; aquí no eran diamantes los que se quedaban quietos en los pliegues de su rostro, eran las lágrimas. Ella había llegado a México con su marido, porque habían sido invitados por un grupo de conservadores para establecer una monarquía respaldada por Francia, en oposición a la república liberal de Benito Juárez. Llegaron convencidos de que podrían modernizar el país, pero la realidad política y militar los llevó a la tragedia.
Después de una noche de fiesta con el presidente de México, llegó la estrella de cine a su mansión erigida sobre piedra volcánica, allá muy al sur de la capital, la que le regaló el de sonrisa prominente; saludó con un guiño luminoso al diablo desnudo, -labrado en madera- que se alzaba al centro del patio como guardián perpetuo y que parecía darle la bienvenida a ella y a todo aquel que cruzara el umbral.
Sus tacones sonaban alegres mientras avanzaba rauda sobre los mosaicos que fueron sustraídos del Castillo de Chapultepec por su amado; pasó cerca del piano que provenía de alguna de las habitaciones de aquel lugar, solo que ahora estaba ahí en silencio. Las manos que acariciaron sus teclas ya se habían extinguido, aunque eso no era cosa de ella. Se despojó de las pieles y de los anillos con grandes piedras engarzadas y de la ropa tapizada de lentejuelas que refulgía bajo aquella araña. Se puso su fino camisón de seda, se sentó en el banco de terciopelo escarlata para retirar los polvos y el lápiz labial rojo frente al gran espejo enmarcado con madera labrada y bañada en oro, enredaderas y flores; en cada esquina sobresalían caras de diablos, con ojos desorbitados. La luna con marco reflejaba además esa cama que la esperaba, la que le había dado el presidente, el “Chango” le decían, el que odiaba los apodos…
Presa de terror irracional, ya no caminaba por el bosque entre los ahuehetes, ni alrededor de los altos y frondosos pinos. Sentía que alguien saldría de la oscuridad y la mataría: algún espía de Napoleón III o algún emisario del Papa. Escuchaba el rumor del agua de los baños de Moctezuma; alguien chapoteaba allí. Esos árboles sagrados guardaban aún su espíritu. Los sentía latir, y sus sienes estallan.
Se encerró en su cuarto; ya no se levantaba de esa cama que estaba infestada de liendres. Ella enloquecía, mientras su marido se iba a su casa de descanso, al Jardín Borda para disfrutar de amoríos mexicanos. Lloraba sin cesar al pensar que sería desplazada por otra ya que no podían tener hijos; la sífilis culpable, la esterilidad probable o la falta de amor seguro; ella estaba sola, lejos en ese castillo, que en algún tiempo recorrió luciendo costosos vestidos y la tiara de brillantes que le daba más brillo a su cabello sedoso, lleno de aceites que era a diario cepillado por las noches por una de sus doncellas.
Del piano ya no emergen notas que la llevaban a su lejana patria. De su marido solo recibe silencios prolongados, ausencias eternas. El Paseo Imperial que él mandó construir para ella, ya no significa nada; ya no lo recorren ni a pie ni en carroza.
Se levantaba de su cama, y caminaba en la mansión al sur de la ciudad, en el Pedregal de San Ángel, la que le regaló el “Tribilín”, el presidente que nació en Chalchicomula. Pero en ese tiempo no hubo hada madrina para que lo pudiese hacer un poco más atractivo… Ella, la Tigresa disfruta de la vida, de sus costosísimos regalos. “Me adora porque soy bonita y sobre todo simpática y yo le tengo cariño”; dice frente al espejo que refleja la cama que había pertenecido a Carlota, ahora límpida, con sábanas de seda.
“Han fusilado al emperador”, le dicen, pero no lo cree. Despojada de toda razón, Carlota conversa a diario con Max, su esposo, como si aún viviera.
Hoy se escuchan carcajadas; su eco estruendoso atraviesa las rejas verdes, va más allá de los ahuehuetes y pinos, los altera, la savia se atora, se forman coágulos. Los animales huyen. Se dice que Adela Micha es la bondadosa guardiana -desde hace 15 años- de 2,800 metros cuadrados de terreno del Bosque de Chapultepec, del pulmón de la capital de la República, valuados en más de 195 millones de pesos.
Voraces inmobiliarias acechan, dispuestas a apropiarse de lo único verde que nos queda…
El ahuehuete de Moctezuma, plantado en el siglo XV, clama por el silencio: ese es su espacio, su terreno y de todos los mexicanos.