El Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval) estaba encargado de la medición de la pobreza y de la evaluación integral de la política de desarrollo social. El lunes pasado desapareció. En teoría, el INEGI absorberá sus funciones.

En la primera sesión del periodo extraordinario de sesiones del 23 de junio, el pleno de la Cámara de Diputados aprobó reformas a la Ley General de Desarrollo Social, a la Ley Federal de Presupuesto y Responsabilidad Hacendaria y a la Ley General de Contabilidad Gubernamental. Con ello se opera una reforma al artículo 26 de la Constitución.

Algunos legisladores argumentaron que se trata de una “simplificación de la estructura orgánica del gobierno, de evitar duplicidades y el despilfarro de recursos públicos; es decir, seguir en la ruta de que no haya un gobierno rico con pueblo pobre”. ¿Sabrán de qué se trata la evaluación?

En el complejo y cambiante panorama de las políticas públicas y el gobierno, la búsqueda de resultados eficaces y equitativos es fundamental. Sin embargo, sin un proceso de evaluación sistemático y riguroso, incluso las iniciativas mejor intencionadas pueden fracasar, los recursos pueden asignarse de forma inadecuada y la confianza pública puede erosionarse.

Las virtudes de la evaluación en las políticas públicas y el gobierno no son meros ideales teóricos, sino necesidades prácticas que sirven como una brújula indispensable, guiando a los responsables del gobierno hacia decisiones informadas, fomentando la rendición de cuentas e impulsando la mejora continua al servicio de la ciudadanía.

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En esencia, la evaluación proporciona información basada en la evidencia sobre qué funciona, qué no funciona y por qué. La necesidad de tomar decisiones basadas en evidencia está creciendo, y la evaluación es crucial para ello. Lleva las políticas más allá de la intuición o la ideología, basándolas en datos empíricos.

Una rigurosa evaluación, que abarca diversas metodologías, desde el análisis costo-beneficio hasta las mediciones de impacto, permite a los responsables políticos comprender la eficacia, la eficiencia y el impacto general de los programas e iniciativas.

La evaluación no es sólo una valoración sistemática y objetiva de un proyecto, programa o política, también se ocupa de su diseño, implementación y resultados. Es un examen objetivo que ayuda a identificar si las políticas cumplen sus objetivos previstos, si los beneficios justifican los costos y cuáles podrían ser los resultados previstos e imprevistos.

La evaluación es un potente motor de aprendizaje y adaptación. Crea un ciclo de retroalimentación vital de políticas, permitiendo a los gobiernos refinar y mejorar sus estrategias continuamente. Este proceso iterativo de revisión y adaptación es crucial en un mundo dinámico donde los contextos y los desafíos evolucionan constantemente.

Al comprender por qué se observan ciertas tendencias o por qué la implementación podría desviarse del plan, los responsables políticos pueden realizar los ajustes necesarios, garantizando así la pertinencia y la eficacia continuas de los servicios públicos. Esto fomenta una cultura organizacional que apoya el pensamiento evaluativo, la gestión de riesgos y la innovación, lo que conduce a una mejor prestación de servicios y a una mayor satisfacción del ciudadano.

Además, la evaluación es un pilar fundamental de la rendición de cuentas y la transparencia. En los sistemas democráticos, la ciudadanía tiene derecho a saber cómo se utilizan los recursos públicos y si las intervenciones gubernamentales cumplen sus promesas.

La evaluación proporciona la sólida base de evidencia necesaria para la transparencia en los informes, lo que permite demostrar claramente el progreso y la asignación responsable de recursos. Esta transparencia genera confianza en el proceso de formulación de políticas y fomenta una mayor confianza pública en el gobierno.

Henrietta Newton Martin, autora de “Monitoreo y evaluación de proyectos: una introducción”, lo resume bien: “El monitoreo y la evaluación son una condición sine qua non de cualquier estructura organizada. El monitoreo lacónico y la evaluación prudente son la clave del éxito de cualquier proyecto o tarea”.

Las virtudes de la evaluación se extienden a facilitar la asignación estratégica de recursos. Al identificar los programas que funcionan eficazmente y los que no, los responsables políticos pueden tomar decisiones informadas sobre la ampliación de las iniciativas exitosas, la mejora de las acciones prometedoras o incluso la reducción o eliminación de programas ineficaces.

Cuando a los diputados se les perdió la brújula el lunes pasado, no se dieron cuenta de que la práctica de la evaluación no es una carga burocrática, sino un imperativo estratégico para una gobernanza eficaz. Proporciona la evidencia esencial para una toma de decisiones informada, impulsa el aprendizaje y la adaptación continuos, fortalece la rendición de cuentas, la transparencia, y optimiza la asignación de recursos públicos.

Al apresurar su voto, no se dieron cuenta de que, a medida que los responsables políticos se desenvuelven en un mundo cada vez más complejo, adoptar una sólida cultura de evaluación es fundamental para garantizar que las políticas públicas no sólo tengan buenas intenciones, sino que sean realmente capaces de abordar los desafíos sociales y mejorar el bienestar de los ciudadanos.

Las virtudes de la evaluación en las políticas públicas

La evaluación es, en esencia, la brújula que permite al gobiernohacer el bien y seguir haciéndolo bien”, transformando las aspiraciones en progreso tangible y medible. La evaluación es fundamental para una buena gobernanza. En una era de creciente complejidad, de recursos cada vez más escasos y de mayores demandas de transparencia y rendición de cuentas, la práctica de evaluar sistemáticamente las políticas públicas y los programas gubernamentales nunca había sido tan crucial.

La evaluación aporta claridad, disciplina y humildad a la toma de decisiones. Ayuda a los responsables políticos a distinguir entre lo que funciona y lo que simplemente suena bien en el discurso. Los expertos están de acuerdo en que la evaluación encarna virtudes cívicas —racionalidad, responsabilidad, aprendizaje y justicia— que fortalecen las instituciones democráticas y mejoran los resultados del gobierno.

1. Racionalidad

Las decisiones deben basarse en la evidencia, en lugar de en la ideología, la tradición o la conveniencia. Mediante métodos rigurosos —cuantitativos, cualitativos o mixtos—, la evaluación permite a los gobiernos evaluar la eficacia, la eficiencia y la relevancia de sus intervenciones.

2. Responsabilidad

Los funcionarios públicos administran recursos públicos. La evaluación facilita la rendición de cuentas al documentar no sólo lo gastado, sino también lo logrado. Cuando los gobiernos publican los resultados de la evaluación, ya sean positivos o críticos, demuestran un compromiso con la transparencia y la integridad. Esto fomenta la confianza pública y fomenta un debate informado.

3. Aprendizaje

El gobierno no es infalible. Los errores ocurren. Las condiciones cambian; lo que funcionó ayer puede no funcionar mañana. La evaluación ayuda a las instituciones públicas a ser más adaptables y receptivas. La evaluación transforma el fracaso en conocimiento. Facilita la mejora continua al identificar fallas de diseño, barreras de implementación o consecuencias imprevistas. El proceso iterativo de evaluación y perfeccionamiento de políticas refleja una mentalidad de aprendizaje.

4. Justicia

Las políticas públicas no afectan a todas las personas por igual. La evaluación ayuda a esclarecer quién se beneficia y quién se queda atrás. Los datos desagregados y los enfoques de evaluación participativa pueden revelar disparidades basadas en ingresos, raza, género, geografía o discapacidad, lo que orienta a los gobiernos hacia una mayor inclusión y equidad. La evaluación orientada a la justicia va más allá de las métricas: escucha a las comunidades, respeta el conocimiento local e involucra a las poblaciones afectadas en la definición del éxito.

Hacia un Estado más reflexivo

Las virtudes de la evaluación no son ideales abstractos; son imperativos prácticos. En una época de desconfianza, polarización y presión por el rendimiento, la evaluación ofrece una forma disciplinada y democrática de orientar las políticas públicas hacia mejores resultados.

Por supuesto, la evaluación no es la panacea. Puede usarse indebidamente como arma política o descuidarse cuando resulta inconveniente. Pero cuando se utiliza con sinceridad y sistematicidad, fortalece la gobernanza democrática. Nos recuerda que la política no se trata sólo de intenciones, sino de resultados; y de personas.

Gobernar bien es reflexionar constantemente. Y la evaluación es ese espejo que, aunque a veces incómodo, es indispensable para dar rumbo.

Preocupa que algunos legisladores, sin reflexionar, caigan en la descripción del destacado economista austro-estadounidense Joseph Schumpeter: “Los políticos son como los malos jinetes que están tan preocupados por mantenerse en la silla de montar que no les importa adónde van”.