La aparición de narcomantas presuntamente firmadas por el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG) con amenazas directas contra la gobernadora de Baja California, Marina del Pilar Ávila, marca un nuevo y peligroso escalón en la relación entre crimen organizado y poder político en México. Esta vez, el mensaje no va dirigido a un funcionario de bajo perfil ni a un jefe policial: apunta a la máxima autoridad estatal, con acusaciones de presunta extorsión en el sector pesquero.

Este hecho no puede minimizarse como un acto propagandístico más del narcotráfico. Estamos ante una advertencia que expone dos verdades incómodas: la penetración del crimen organizado en sectores estratégicos —como la pesca, que mueve millones en exportación legal e ilegal— y la fragilidad de las instituciones estatales frente a organizaciones criminales con capacidad para operar en la esfera pública y mediática.

El sector pesquero en Baja California no es un asunto menor. Representa no solo riqueza natural, sino también una puerta abierta para el tráfico ilegal, desde totoaba hasta drogas que se mueven por rutas marítimas. La acusación que aparece en las mantas —presunta extorsión para permitir operar a ciertas cooperativas— plantea un escenario de colusión o, al menos, de intento de sometimiento del poder político por parte del crimen organizado.

Que estas amenazas se hagan públicas, en lugar de mantenerse en la clandestinidad, es un mensaje calculado: el CJNG busca posicionarse como un actor con capacidad para condicionar decisiones gubernamentales, exhibiendo a una autoridad electa en la plaza pública del terror.

La respuesta institucional será clave. Minimizar el hecho como “propaganda criminal” solo alimenta la percepción de impunidad y debilidad del Estado. En Baja California, como en otras regiones del país, los narcomensajes se han convertido en un instrumento para disputar legitimidad: mientras el gobierno promete orden, los cárteles gritan impunidad. Y lo hacen sin miedo.

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El silencio o la opacidad oficial no son opciones. Cada manta sin consecuencias judiciales erosiona la confianza ciudadana y envía la señal de que el crimen organizado no solo controla territorios, sino que también se atreve a sentar a las autoridades en el banquillo de los acusados, aunque sea en la arena mediática.

Este caso no se resuelve con declaraciones. Es un punto de quiebre que obliga a replantear la estrategia de seguridad y, sobre todo, a blindar las instituciones contra la narrativa criminal que busca instalarse: la de que “todos son corruptos y nosotros mandamos”. Dejar sin respuesta este tipo de amenazas abre la puerta a una dinámica peligrosa donde los grupos delictivos no solo desafían la ley, sino que buscan gobernar desde las sombras.

La pregunta es simple y brutal: ¿tiene el Estado la capacidad —y la voluntad— de recuperar el control?