El reciente triunfo del senador Rodrigo Paz Pereira en las elecciones presidenciales de Bolivia no solo marca el retorno de la derecha al poder en un país que durante casi dos décadas fue bastión del progresismo continental, sino que consolida a la nación andina como el punto de partida de un nuevo tiempo político en América del Sur. Se confirma así la tendencia pendular de la región, donde los gobiernos suelen avanzar en bloque, desgastarse con rapidez y dar paso, una y otra vez, a nuevas corrientes que reflejan el hartazgo ciudadano y la búsqueda de equilibrio entre justicia social y estabilidad económica.
Paz Pereira, heredero de una familia con profunda raigambre política —hijo del expresidente Jaime Paz Zamora—, ha logrado lo que pocos creían posible: unificar a un electorado exhausto del discurso polarizante, dividido entre la nostalgia del “proceso de cambio” impulsado por el Movimiento al Socialismo (MAS) y la decepción ante las promesas incumplidas de los gobiernos que lo sucedieron. Su victoria no fue aplastante, pero sí un voto de confianza a la moderación, la sensatez y la esperanza, un mandato ciudadano para reconciliar a un país desgarrado por la confrontación, la crisis institucional y la pérdida de rumbo económico.
El triunfo de Paz Pereira es también una derrota simbólica para Evo Morales, quien pese a su carisma y su peso histórico no logró recomponer su liderazgo ni recuperar el consenso perdido. Su discurso, que alguna vez encendió los corazones del altiplano, hoy suena desgastado y anclado en un pasado de confrontaciones que la nueva generación de bolivianos percibe ajeno. El país que Evo moldeó con mano firme cambió, y la gente cambió con él. Las nuevas clases medias, los jóvenes urbanos y los sectores indígenas emergentes —que aspiran más a prosperidad y estabilidad que a épicas revolucionarias— fueron decisivos en este viraje.
Es evidente que Bolivia no ha votado tanto por la derecha como por un cambio de tono y de método. El electorado, más pragmático que ideológico, parece haber dicho basta a los extremos. De un lado, el populismo autoritario; del otro, la retórica vacía de las oposiciones fragmentadas. Paz Pereira supo presentarse como una opción de equilibrio: un liberal reformista con discurso conciliador, capaz de tender puentes entre la tradición indígena y el impulso modernizador, entre la economía de mercado y la justicia social. Su campaña, austera y bien dirigida, apeló más al sentido común que a los eslogans, y eso, en tiempos de hartazgo, fue su mayor virtud.
El ascenso de Paz Pereira se inscribe en un fenómeno regional más amplio, donde los ciclos ideológicos parecen acortarse. América del Sur ha pasado, en apenas dos décadas, del entusiasmo con la “marea rosa” de izquierda —Chávez, Lula, Kirchner, Evo, Correa— al desencanto que abrió paso al retorno de la derecha, y luego, a nuevas oscilaciones según el humor social. La ciudadanía, empoderada y volátil, castiga con rapidez. Los pueblos del continente, cada vez más urbanos, informados y exigentes, ya no conceden segundas oportunidades. Y aunque las derechas que hoy ascienden no son homogéneas —van desde el ultraliberalismo de Milei hasta el pragmatismo de Noboa o el centrismo de Paz Pereira—, comparten un hilo conductor: la promesa de restaurar la gobernabilidad y el crecimiento económico sin desmantelar los avances sociales.
Bolivia llega a este cambio con heridas profundas. Los años de confrontación entre el MAS y sus opositores dejaron un país fracturado, con instituciones debilitadas y un clima de desconfianza generalizada. El desafío de Paz Pereira será, por tanto, monumental. Deberá reconstruir la credibilidad del Estado, reactivar una economía golpeada por la caída del gas —su principal fuente de ingresos—, y ofrecer alternativas sostenibles a los millones que aún viven en la pobreza. Todo ello sin caer en el revanchismo ni en la tentación de gobernar para un solo sector.
Hay en este resultado también un mensaje que trasciende las fronteras bolivianas. América del Sur parece estar buscando una nueva síntesis, una tercera vía entre los dogmas del pasado y las urgencias del presente. Las ideologías puras han perdido terreno frente a la necesidad de resultados tangibles. Los pueblos ya no quieren oír discursos de redención ni soportar gobiernos que, en nombre del pueblo, terminan beneficiando a élites políticas enquistadas. Bolivia, con su historia de luchas sociales y su espíritu rebelde, vuelve a ser laboratorio de lo posible: un país donde el péndulo político nunca se detiene, pero siempre deja lecciones.
Paz Pereira llega al poder en un momento en que la región enfrenta un dilema moral y económico: crecer sin depredar, incluir sin polarizar, avanzar sin renunciar a la diversidad. No le será fácil gobernar un país que aún vive bajo el fantasma del caudillismo y donde cada decisión se somete a la lupa de una sociedad movilizada. Pero si logra sostener su promesa de diálogo, de respeto institucional y de reforma sin imposiciones, podría convertirse en un referente de esa nueva derecha democrática y humanista que busca legitimarse en el continente.
Resulta inevitable comparar este viraje con los de otras latitudes. Así como en Europa la socialdemocracia ha cedido terreno a coaliciones liberales y nacionalistas, en América del Sur el péndulo ideológico responde menos a doctrinas y más a emociones colectivas: miedo a la inflación, cansancio ante la corrupción, desconfianza hacia los partidos, y la percepción de inseguridad y desorden. En ese contexto, la derecha gana terreno no por una adhesión doctrinal, sino porque ofrece la promesa —a veces ilusoria— de orden y eficiencia. Bolivia, con su compleja pluralidad, podría ser la prueba de fuego para demostrar si esa promesa puede sostenerse sin caer en los excesos que ya conocemos.
Hay quienes temen un retorno a los viejos esquemas de exclusión, pero Paz Pereira, hasta ahora, ha enviado señales distintas. Su discurso tras la victoria fue medido, sin triunfalismos, y su primer llamado fue a la unidad. “Bolivia no será gobernada desde un color, sino desde su diversidad”, dijo, en una frase que resume la esencia de su proyecto. Si logra que ese espíritu se traduzca en políticas públicas incluyentes, podría inaugurar una etapa inédita en la historia contemporánea del país.
Lo cierto es que el triunfo de la derecha en Bolivia no es un fenómeno aislado ni un accidente electoral: es la consecuencia de años de desgaste institucional, de promesas incumplidas y de una sociedad que ha aprendido a exigir y a castigar. América del Sur vive una transición silenciosa, en la que los pueblos ya no se dejan seducir por los relatos épicos, sino que buscan certezas en medio del caos.
El desafío de Paz Pereira será monumental: no defraudar esa esperanza y demostrar que el cambio de rumbo no implica retroceso, sino madurez democrática. Bolivia, ese corazón geográfico y simbólico del continente, vuelve a marcar el compás de la política sudamericana. Y mientras el péndulo sigue su curso, la región entera observa, expectante, si este nuevo giro hacia la derecha traerá finalmente el equilibrio que tanto anhela.
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