La doctora Claudia Sheinbaum ha instalado la Comisión Presidencial para la Reforma Electoral 2025-2030, integrada por altos funcionarios de su gobierno y con el mandato de promover un proceso deliberativo amplio que alimente el diseño de una iniciativa legislativa en tan importante materia.

De la experiencia acumulada en la consultoría internacional en ese ámbito rescato y comparto por ahora algunas reflexiones y recomendaciones generales que suelen ser útiles para esa delicada tarea. Y, en particular, dibujo un escenario alterno.

Primero, el tiempo de una reforma electoral es relevante, tanto para preparar la investigación, diagnóstico y propuestas como para concretar e implementarla.

Al respecto, percibo que el momento en que se ha lanzado el proyecto es oportuno pues los procesos electorales 2024 y 2025 quedaron atrás y los siguientes inician dentro de un año, así que, aunque las interferencias políticas o de otro tipo siempre las habrá o pueden sobrevenir, se abre más espacio para que el proceso reformista transite en mejores condiciones de contexto.

Segundo, la fuente generadora del proceso debe ser identificable con claridad para facilitar su conducción.

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En este caso se trata de la propia presidencia de la república, no el Congreso, la oposición u otros sectores institucionales o académicos, la que marca la pauta.

Ello es importante porque deja claro, como ya está ocurriendo, cuál es el ideario y el sentido en el que se orienta el ejercicio reformista y esto coadyuva a articular y ordenar la argumentación.

En tercer lugar, se recomienda que la deliberación sea lo más incluyente, plural, amplia y profunda posible, de tal forma que la iniciativa y el producto legislativo resultante adquieran la mayor consistencia y legitimidad.

Al respecto, hemos escuchado la promesa de que así será en el entendido de que la decisión final la tomará la Comisión y la presidenta Sheinbaum, lo cual es más que previsible.

En tercer lugar están los objetivos, que de preferencia deben ser explícitos, no simulados o encubiertos y sí coherentes con la situación que se pretende modificar o relevar.

Sobre ese punto, la teoría histórico-empírica indica que es recomendable hasta cierto punto balancear propósitos tales como representatividad, legitimidad, participación, simplicidad, gobernabilidad, austeridad o eficacia en tanto función-fines de los sistemas electorales.

Lo más difícil, sin duda, es lograr consensos amplios y que los diseños normativos e institucionales sean coherentes y se cumplan de manera suficiente y eficaz.

Enseguida, cobra relevancia la agenda de temas y tópicos objeto de la reforma.

Aquí contamos ya con un listado orientador de la agenda temática, misma que la propia Comisión ha desglosado y seguramente será perfeccionada con rumbo al lanzamiento de las consultas y deliberaciones que comenzarán en el mes de octubre próximo.

Otra consideración consiste en advertir, con actitud realista, que cuando la fuerza política mayoritaria propone la reforma y cuenta con las condiciones para concretarla, cual es el caso de Morena con sus aliados en el nivel constitucional o solo Morena en el nivel legal, los temas irreductibles se vuelven más sensibles y suelen conviertirse en obstáculos para la negociación y el buen desenlace del proceso reformista.

Un aspecto más, no el último de la lista, es que si la reforma que se pretende es refundante del sistema y la institucionalidad electoral, partidaria y, en consecuencia, de órganos de representación política o de gobierno, es frecuente que el contexto sociopolítico se polarice con mayor agudeza.

Ello puede ocurrir en México, desde luego, por lo que una correcta identificación del mapa de actores y correlaciones políticas frente a la agenda es crucial.

Adelanto mi actitud positiva y esperanzada de que cabrá en todos los actores involucrados la adecuada razonabilidad para asumir que ha concluido con gran éxito una etapa en la vida política y constitucional del país, y que fuimos muy exitosos aunque no alcanzamos la plenitud o madurez democrática popular e institucional deseable.

Al respecto, es obvio que la vida pública e institucional suele estar cargada de vicios e imperfecciones que limitan el crecimiento de las semillas democráticas o pudren sus mejores frutos. Ojalá que las ciencias o la sabiduría común o la naturaleza humana nos indujeran a remontar esa triste condición, pero no es asì.

El gradualismo democratico de la transición pudo ser justificable y conveniente, más ahora puede ser el momento para observar el objeto de la reforma con una mirada amplia, integral, profunda y de futuro combinando funciones y fines valiosos.

Desde mi perspectiva, ha llegado el tiempo de dar el paso a la mayor digitalización posible de las elecciones, a la urna electrónica tipo brasilen̈a (a la mexicana, desde luego) con todas las garantìas debidas, a simplificar y abrir la fórmula electoral, a representar mejor la pluralidad social y diversidad cultural, a desgentrificar los partidos. Activar a la ciudadanía y a descargar a las autoridades electorales administrativas de tareas que sólo en México les encargamos.

Creo que no me equivoco al decir que la gran mayoría de las y los mexicanos –y muchos extranjeros– respetamos, reconocemos y hasta tenemos un vínculo emocional con el INE, los OPLEs o los tribunales electorales, y las fiscalías, incluso.

Empero, insisto: parece que llegó el tiempo y la gran oportunidad de repensar las bases y la arquitectura institucional que mucho nos ayudó a enriquecer nuestra experiencia democrática electoral.

Ahora toca construir un nuevo acuerdo y reinventarse para ganar el futuro al fortalecer la raíz popular de la democracia honrando nuestro pasado común, que no tuvo y no tendría en el porvenir por qué aferrarse a buscar la unanimidad propia de los autènticos regimenes dogmàticos y autoritarios