Tlahuelilpan, Hidalgo (SDPnoticias).- Habían pasado apenas 35 minutos de que las carrozas se llevaron 63 cuerpos carbonizados cuando alguien en medio del campo gritó “¡aquí hay un dedo, aquí hay un dedo!”. 

A unos 50 metros de la toma clandestina que se incendió había unas 200 personas a la espera de noticias de familiares que no aparecían en la lista de los fallecidos ni en la de los heridos. La alerta la escucharon el número suficiente de familiares que voltearon de inmediato y corrieron a verificar el descubrimiento. Era cierto. 

El hallazgo atizó la rabia, pero también el morbo. “¡¿Cómo lo habrá perdido?!”, dijo una pareja que miraba la extremidad como si ésta tuviera vida. 

Unos dos metros separaban el dedo quemado con un mechón de cabello rojo y una prenda de mujer. Los ánimos se encendieron en pleno campo donde por esta temporada se siembra alfalfa, pero en otras épocas del año se cosecha maíz y también betabel. 

“Ahí está un cabello. Aquí está un cabello de mujer”, insistía un hombre de cachucha roja y chamarra de mezclilla que negó ser familiar de alguna víctima y aseveró que sólo acudió al lugar en apoyo de los vecinos.  

Los dos rastros fueron suficientes para que los enardecidos familiares reclamaran a los incrédulos funcionarios que -acatando una orden presidencial-, evitaban confrontarse con ellos. “Por favor, es zona de evidencias, no pueden estar aquí. Salgan por favor”, alcanzaban a pedir infructuosamente. 

Entre las matas de alfalfa que llegan a crecer hasta 40 centímetros en tiempo de cosecha, una mujer buscaba a sus tres sobrinas pero a cambio sólo encontró un pedazo de tela de mezclilla y una bota. 

-“(Aquí) habían cuerpos tirados y ustedes los escondieron. Así de fácil”, refunfuñó con aires de quien ha resuelto un caso.  

-¿Quiénes los escondieron? ¡nadie los escondió! aquí estamos dando la cara”, le respondía un funcionario de Protección Civil. 

A lo lejos, Euterio Cruz Martínez veía la escena. Sentado y cruzado de brazos, traía el desamparo en los ojos. Contó que su hermano menor, de 45 años, no aparecía por ningún lado. 

La única evidencia para pensar que Martín Cruz pereció en el incendio fue que su camioneta se encontraba a unos 200 metros de la escena, ahí donde varios de quienes acudieron a llenar sus bidones de combustible dejaron sus autos la tarde del viernes. Eso y que desde hace varias horas -el momento del siniestro, especifica-, no responde el teléfono. 

Euterio tiene la hipótesis de que su hermano está enterrado en la zanja donde varios cuerpos quemados fueron tapados con tierra. “Yo espero que sí esté, vine con mis dos sobrinos… que aparezca”, agrega mirando a ninguna parte o quizá si ve al fondo del campo agrícola donde, al fondo, a unos 10 kilómetros de distancia se ve la refinería de Tula. 

Mientras unos buscan y otros esperan, un mecánico deambula en su automóvil al que le ha instalado una bocina en el techo. Una grabación se escucha en las calles del municipio que éste sábado parece que aguanta la respiración en espera de entender qué es lo que ha sucedido.  

“Se invita a toda la comunidad a participar en la hora santa y eucaristía que se celebrará a favor de los fallecidos y en recuperación de los heridos de la explosión del ducto de Pemex, que se llevará a cabo el día de hoy a las seis de la tarde en el templo nuevo”, reza.  

En el campo los ánimos son un líquido inflamable: “¡Que ya no nos sigan replegando porque igual nos vamos a meter a la fuerza!”, le reclama una joven a un policía federal que toma el mando de la situación y logra que los inconformes salgan de la zona donde aún hay restos de lo que alguna vez tuvo vida. Antes de salir, un hombre exclama con más morbo que esperanza. “Es un pedazo de piel, si es un cuero, es piel, es piel, es piel”. 

Doña María Isabel sube el tono de las demandas contra elementos del Ejército que han vuelto a colocarse en el campo de siembra. “¿Por qué permitían entrar? hasta les decían que se apuraran ¿por qué? ¿cuál fue su razón? ¿por qué motivo lo hicieron? ¡dejar entrar a niños! ¿cuántos niños no murieron? ¡una mujer embarazada!”. 

Los militares escuchaban los reclamos con gestos parcos que no se rompieron ni cuando alguien les mentó la madre. “¡No han revisado todo el área por lo menos para saber si son de nuestros familiares, quiero saber si esos pedazos son de mis familiares”, expresó doña Isabel con rabia.  

Otra mujer, quien fue a repartir botellas de agua, quiso calmar los ánimos pero la mandaron a su casa. “Es error de uno mismo como padre, como seres humanos (…) si nosotros mismos dejamos de comprarle al huachicoleo, esto se va a acabar”, concluyó.