El crimen contra los normalistas de Ayotzinapa ha tenido el efecto de revelar una suerte de florecimiento de la banalidad del mal en México, en el sentido en que lo planteó Hannah Arendt. Como es sabido, la filósofa alemana realizó para The New Yorker la crónica del juicio contra del criminal nazi Adolf Eichmann, llevado a cabo en 1961 en Jerusalem. De ese trabajo derivó el libro Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal, donde Arendt destaca que el responsable del transporte de los judíos hacia los campos de exterminio durante la Segunda Guerra Mundial no era un monstruo de crueldad infinita, sino un burócrata mediocre, sin calidad intelectual ni moral, que cumplía órdenes sin el menor asomo de culpa o conciencia del daño que causaba a los seres humanos que enviaba a la muerte.

Eichmann, observó Hannah Arendt, actuaba y se miraba a sí mismo como un hombre normal, un servidor público que únicamente formó parte de una burocracia que llevó a cabo asesinatos en masa. Una buena parte de los altos y bajos funcionarios del régimen nazi ejercieron su eficaz función exterminadora sin el menor atisbo de reflexión sobre la naturaleza criminal de las órdenes que cumplían sistemáticamente. La repetición constante, durante años, del proceso criminal encaminado a la aniquilación de los condenados por el régimen de Hitler, generó una alienación ética y moral en los perpetradores de la barbarie, situación que permitió la reproducción sistemática de cada una de las etapas de detención, traslado y exterminio de millones de personas. No es que el mal, el holocausto, fuera algo banal, dice Arendt, sino que la banalidad del mal se instauró a través de personas y procedimientos mediocres y burocráticos.

Siempre hay que guardar las proporciones. Ninguna extrapolación es buena, porque las circunstancias históricas son distintas. Pero la brutal agresión cometida contra los normalistas de Ayotzinapa permite, definitivamente, identificar indicios escalofriantes de lo que Hannah Arendt llamó banalidad del mal.

Si bien la delincuencia organizada, en especial los cárteles del narcotráfico no son poderes públicos, es evidente que constituyen uno de los poderes fácticos más encumbrados en la realidad mexicana y, por lo tanto, han desarrollado una estructura de jerarquías, procedimientos y funciones que trascienden la perspectiva de sicarios, lugartenientes y capos. La esencia del poder criminal es el uso recurrente de la violencia para asesinar adversarios, lo que hace posible ensayar una analogía con el establecimiento de la banalidad del mal desde el momento mismo en que la violencia criminal trascendió la frontera del desprecio por la vida del enemigo y se instaló en el terreno de la degradación de la condición humana, al imprimir y exhibir grados inauditos de barbarie aplicadas a sus víctimas, como la calcinación, el descuartizamiento o la decapitación. Es la transición del delito a la maldad, donde además los criminales miran con indiferencia si las víctimas son realmente enemigos o son inocentes, les da igual, la maquinaria de ejecución está activada y no se detiene en esas contemplaciones: los ejecutores reciben órdenes y las cumplen.

Lo forma en que, de acuerdo a la versión oficial, dieron muerte y desaparecieron los restos de los 43 normalistas, nos hizo tomar conciencia de la repetición sistemática de asesinatos ejecutados con extrema crueldad, de la tremenda deshumanización del crimen, una especie de enajenación de la dimensión de sufrimiento y dolor que entraña la incesante espiral de muerte, degradación y dolor que vive México desde hace diez años.

Como en Iguala y el país, sicarios y lugartenientes cumplen órdenes ciegamente, calcinan, decapitan, mutilan, descuartizan seres humanos, en una persistente lógica de exterminio que, en las declaraciones de los inculpados de Iguala, es relatada con una frialdad impersonal que recuerda la forma en que Eichmann explicaba sus crímenes ante el tribunal de Jerusalén.

La banalidad del mal se expresa también en la actitud del gobierno federal, cuyos estrategas interpretaron la barbarie de Iguala (¿siguen haciéndolo?) con un enfoque burocrático que calificaba esa atrocidad como un asunto que incumbía solamente a los órdenes de gobierno estatal y municipal. Cuando la fuerza de los acontecimientos les mostró el tamaño de la tragedia, emprendieron la fuga hacia adelante y decidieron que no iban a darle gusto a la gradería, es decir, que en su visión del asunto no era necesario llegar al fondo de las cosas con una profunda reflexión del significado de la tragedia y una autocrítica. No era fundamental dar cauce a la indignación social, respetar el dolor a través de una investigación inapelable y un castigo ejemplar, lo importante para el pequeño círculo era proteger la imagen presidencial y dejar que la maquinaria y el tiempo diluyeran la masacre en la estadística: 43 más que se suman a los 100 mil, 150 mil muertos por la violencia criminal.

La banalidad del mal a veces se asocia con la frivolidad imperdonable, por eso sentó sus reales en la forma burocrática en que el primer Procurador presentó los resultados de una investigación cuestionable, cuyo mensaje final y perdurable es que ya se había cansado de investigar. El gobierno federal parece haber apresurado una investigación crucial, sin importar que quedaran abiertas numerosas dudas, lo importante era salir del paso, darle vuelta a la página. El deber histórico de esclarecer un abominable hecho de muerte y el dolor, fue banalizado hasta el nivel de una verificación vehicular o un permiso de uso de suelo, para cuyo trámite hay horarios y horas de descanso para el burócrata.

La banalidad del mal brota también en la información que presentó la Procuradora, cuando entronizó y se perdió en la relatoría ensordecedora de los procesos y técnicas altamente especializadas de laboratorio de identificación genética, en una alocución que reflejaba tanto su profundo desconocimiento de los datos científicos que estaba leyendo, como el afán de despersonalizar al máximo la información más importante y humana, que era la presunta identificación de otro de los normalistas desaparecidos.

La banalidad del mal crece en la mezquindad de la clase política que, en el debate mediático o en la tribuna parlamentaria, reducen la tragedia criminal de Iguala a un ridículo concurso para determinar quién lanza la acusación más cínica contra el otro partido, quién salpica con mayor picardía al alcalde del partido rival, al gobernador o al precandidato presidencial más odiado; como si los normalistas de Ayotzinapa y los miles de muertos que ha dejado la violencia demencial solamente fueran proyectiles lanzados para desprestigiar a sus honorables partidos, como si esta verdadera tragedia humanitaria no tuviera más significado que la intención de manchar la imagen de algún precandidato o del presidente.

La banalidad del mal se alimenta también en medios y columnistas que en la barbarie de Iguala solamente ven la ocasión de un grosero negocio de vividores. Desde su posición privilegiada, no analizan la dimensión trágica del hecho, el dolor que significa que jóvenes pobres y marginados sean exterminados con la mayor crueldad por otros jóvenes pobres y marginados. Para estos periodistas, el meollo del asunto está en denunciar valientemente la existencia de grupos de vividores engañabobos que obtienen dinero a través de la crítica desvergonzada hacia el gobierno y su verdad histórica.

Hannah Arendt, al identificar los resortes que movieron la maquinaria burocrática de exterminio que echó a andar el régimen nazi, estableció claramente en su estudio que la presunta inconciencia u obligación de cumplir órdenes superiores, no exculpaba en absoluto a los criminales de guerra, que merecían un castigo ejemplar, como la pena de muerte con que se sentenció a Eichmann. También alertó que ante crímenes de lesa humanidad, eran insuficientes los tribunales nacionales, como el tribunal israelí que enjuicio a Eichmann en condiciones procedimentales totalmente adversas a éste; aunque de cualquier modo el criminal nazi era acreedor a la pena máxima, fue evidente que el un tribunal nacional quedó rebasado por la pasión y la parcialidad.

Por ello, la pensadora alemana proponía consolidar un tribunal internacional de justicia, para que los grandes crímenes que atentan contra la dignidad humana puedan ser investigados y sancionados sin trabas nacionales. De este modo, se irían cerrando los caminos hacia la banalización del mal, porque permitiría una construcción de la verdad más allá de las pasiones polarizadas al interior de una nación. Acaso México debe explorar ese camino.

La erradicación de impunidad, realidad que da certeza de que el mal no será castigado, más aún, que permite engendrar la idea de que ciertas acciones realmente no caen la categoría de la maldad inhumana, es una condición indispensable para des-banalizar el mal. En esto, la responsabilidad del Estado es incuestionable. El jefe de Estado debe velar porque se respete la integridad humana en el territorio nacional y se castigue ejemplarmente a quienes atenten contra ella.

Por lo tanto, los gobernantes están obligados, entre muchas otras cosas, a conocer el mensaje simbólico de sus actos y sus dichos. Se abre la puerta a la banalización del mal cuando los agentes del Estado dicen públicamente que ya se cansaron de investigar un crimen abominable, pero también cuando, en pleno aniversario de la barbarie de Iguala se requiere un compromiso histórico para prevenir y evitar que se repita una atrocidad semejante, el mensaje que se envía es el nombramiento como encargado de prevenir el delito a un personaje identificado como el operador de toda una estrategia concebida para delinquir, violar la Ley y envenenar la de por sí precaria convivencia política.