La marcha del 15 de noviembre, convocada bajo el supuesto espíritu juvenil de la llamada Generación Z México, terminó revelando un contraste incómodo: el de quienes dicen marchar por la paz, pero linchan, golpean y celebran la violencia como si fuera un triunfo político. No es nuevo que las protestas masivas tengan matices diversos, pero sí resulta inquietante que la narrativa de “esperanza juvenil” quede rápidamente devorada por la imagen de un policía brutalmente atacado en pleno Zócalo mientras grupos afines a la convocatoria lo celebraban como si fuera una hazaña.

De los 120 heridos reportados, 100 fueron policías. Cien. Y uno de ellos sometido, linchado y golpeado con un grado que, por cualquier estándar democrático, constituye un intento de ultimar. Los videos recorrieron redes como gasolina sobre un incendio, mientras algunos promotores de la marcha —sí, los que llevaban días hablando de paz, justicia y regeneración moral— aplaudían el acto. ¿Cómo puede construirse un movimiento para “defender la vida” si quienes lo encabezan celebran la violencia contra quienes también son trabajadores del Estado y, sobre todo, personas?

Esa contradicción no es menor: dice mucho del momento político y de la falta de autocrítica en quienes convocan. El discurso de paz que termina en ataques a otros manifestantes, a periodistas y a elementos policiales solo exhibe que el movimiento no tiene contención ni claridad ética. Y que detrás de la fachada juvenil se esconden viejas mañas. De la marcha y la afrenta política, hoy se disputa la narrativa mediática y la desinformación con videos antiguos reposteados por personajes con amplio alcance como Salinas Pliego haciéndolos pasar por actuales, como una foto de la represión contra Melanie ha de más de 3 años. Pareciera que en espacios como X, la izquierda tiene perdido el debate, pues el propio algoritmo parece pólvora para que todo tipo de mensajes cargados con odio pululen pero en el fondo, hay una duda sobre quiénes son la Generación Z y cuél es su pliego petitorio.

Porque hay algo más: los lastres políticos.

La marcha se presentó como un ejercicio espontáneo de jóvenes, pero pronto quedó contaminada por líderes de partidos extintos, activistas profesionales de la oposición que ven cualquier movilización como si fuera otra edición de la marea rosa, y personajes que no distinguen entre ciudadanía y campaña electoral. Hubo quienes, sin ser convocantes, llegaron para intentar capitalizar la movilización como si se tratara de una plataforma partidista, repitiendo los mismos errores que ya hundieron sus propios proyectos políticos.

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Esos grupos no solo confunden una marcha con un acto de campaña: la ensucian, la condicionan y la vuelven inverosímil. Especialmente cuando insisten en leer la protesta como un enfrentamiento binario de “ellos contra nosotros”, empujando a los jóvenes a una retórica que no les pertenece y que tampoco entienden del todo.

Además, en el trasfondo aparece un elemento aún más delicado: la estrategia para intentar capitalizar políticamente la muerte de Carlos Manzo, exalcalde de Uruapan. La tragedia, lejos de generar prudencia, se convirtió de inmediato en un catalizador para discursos oportunistas que buscaban inestabilizar, no reflexionar. No hubo duelo; hubo prisas. No hubo análisis; hubo consignas. Utilizar una muerte para empujar agendas electorales o desestabilizadoras no solo es una estrategia burda: es, además, un insulto a las víctimas y un síntoma de que ciertos actores usan cualquier dolor ajeno como combustible político. No sorprenden, envilecen lo que tocan.

Pero, como suele suceder, esos mismos actores terminan siendo un peso muerto para las causas que intentan apropiarse. La marea rosa lo vivió: cada vez que estos personajes se suben al barco, lo tambalean. No convocan, no representan, no crecen. Solo restan. Y ahora, como lastres que se adhieren a cualquier barco que pasa, terminaron afectando un movimiento que se anunciaba como genuinamente juvenil.

La prudencia política también implica saber cuándo la sola presencia contamina. Hay figuras que ya perdieron su registro, su fuerza y su credibilidad; personajes que no han sabido construir un movimiento propio y que se cuelgan de cualquier protesta creyendo que aún encarnan algo más que nostalgia. Esos deberían guardarse. Dejar respirar lo nuevo. Permitir que los jóvenes sean protagonistas de sus causas sin que la sombra de proyectos fracasados los convierta en instrumentos de agendas ajenas.

El 15 de noviembre dejó un mensaje: mientras la violencia siga disfrazándose de pureza y mientras los de siempre sigan queriendo apropiarse de lo que no construyeron, cualquier movimiento que se presente como fresco o renovador terminará repitiendo los mismos vicios de siempre. Y, como tantas cosas en el pasado reciente, difícilmente prosperará.