La situación actual de Venezuela es la síntesis de un régimen agotado y sostenido únicamente por la represión, el narcotráfico institucionalizado y alianzas externas que empiezan a resquebrajarse. El Cartel de los Soles, convertido en el verdadero eje de poder dentro de las fuerzas armadas venezolanas, ha transformado al Estado en un híbrido criminal: la frontera entre gobierno y delincuencia organizada dejó de existir.

En el plano económico y social, la realidad es devastadora. La inflación, aunque parcialmente controlada por dolarización de facto, ha destruido el tejido productivo. La migración masiva —más de siete millones de venezolanos fuera del país— representa no solo una tragedia humanitaria, sino la pérdida del capital humano necesario para reconstruir el Estado. Internamente, la narrativa del “bloqueo externo” ya no alcanza para justificar el colapso; el hambre, la inseguridad y la ausencia de futuro pesan más que cualquier discurso ideológico.

El punto de quiebre se acerca no por factores internos, sino externos. La recomposición geopolítica tras el acercamiento entre Donald Trump y Vladimir Putin amenaza con desmontar los equilibrios que sostenían a Maduro. Rusia, hasta ahora garante estratégico y financiero, podría modular su respaldo en función de su nuevo entendimiento con Washington. China, pragmática y calculadora, reducirá su exposición si percibe que la inversión política y económica en Caracas se convierte en pasivo diplomático. Incluso Irán, con su propio frente de presiones en Medio Oriente, difícilmente podrá sostener con intensidad sus apoyos logísticos.

Para México, la ecuación es clara. La 4T se encuentra en una posición incómoda: mantener solidaridad con Maduro significa alinearse con un actor cada vez más tóxico en la ecuación bilateral con Estados Unidos. El presidente Trump ha colocado a Venezuela de nuevo en la agenda hemisférica, y no será casualidad que las presiones sobre México incluyan deslindarse de la narrativa bolivariana.

El actual secretario de Estado, Marco Rubio, representa la mayor amenaza para el eje bolivariano. Su discurso no es retórico: se acompaña de acciones, sanciones, y ahora con el despliegue de fuerzas estadounidenses en el sur del Caribe, movimiento que envía un mensaje inequívoco de que Washington no tolerará la consolidación de un narcoestado con proyección regional. Rubio entiende a Venezuela no como un problema interno, sino como una plataforma de inestabilidad continental.

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Las implicaciones para el eje de izquierdas latinoamericanas son directas: el colapso de Caracas como centro de articulación minará la narrativa que ha nutrido a gobiernos de la región, desde La Habana hasta la propia Ciudad de México. Si Venezuela cae bajo presión geopolítica y militar, el relato de “soberanía frente al imperialismo” perderá efectividad, y los gobiernos de izquierda tendrán que decidir entre mantener lealtad ideológica o sobrevivir bajo presión diplomática y comercial de Washington.

En este escenario, Venezuela no es ya solo una crisis nacional: es el primer dominó en un reacomodo estratégico hemisférico que definirá la próxima década en América Latina.