El pleito entre taxistas y plataformas como Uber en México no es, como muchos quieren hacerlo ver, un simple problema de movilidad urbana. Es, en realidad, la consecuencia directa de un Estado que optó por administrar el conflicto en lugar de enfrentarlo y resolverlo.
El escenario es conocido: protestas, bloqueos, enfrentamientos verbales —y a veces físicos—, llamados al diálogo y mesas de trabajo que terminan archivadas. En medio de todo, el usuario queda atrapado, pagando más caro y perdiendo tiempo, mientras la autoridad observa desde la barrera.
Los taxistas tienen argumentos legítimos. Durante años han operado bajo un esquema altamente regulado: concesiones costosas, placas, tarifas controladas, revistas vehiculares, inspecciones constantes. Para muchos de ellos, el taxi no es un ingreso ocasional, sino el patrimonio de toda una vida.
Del otro lado están los conductores de plataformas digitales. Personas que encontraron en las aplicaciones una alternativa inmediata frente a la falta de empleo formal. Autos propios, horarios flexibles y tarifas dinámicas. No son enemigos del sistema; son producto de una economía que empuja a millones a la informalidad.
El punto central es evidente: no están compitiendo con las mismas reglas. Cuando dos modelos distintos operan en el mismo espacio sin un marco claro, el choque es inevitable. Y ese choque se traduce en caos vial, tensión social y deterioro del servicio. Cada bloqueo y cada protesta es una muestra de un problema mal atendido desde el origen. Lo más delicado es que este conflicto persiste porque resulta políticamente conveniente.
Resolverlo implicaría tomar decisiones incómodas: aliviar cargas a los taxistas o imponer mayores obligaciones a las plataformas. Y en un país en permanente clima electoral, pocos están dispuestos a pagar ese costo político. Por eso México tiene 32 versiones del mismo problema. Cada estado legisla a su manera, con parches, excepciones y ocurrencias. No existe un marco nacional que reconozca que la movilidad cambió y que la tecnología no va a retroceder. El debate real no es taxis contra Uber. Es orden contra improvisación. Reglas claras contra conflicto permanente. Mientras el gobierno siga evitando una decisión de fondo, el pleito continuará. Y, como casi siempre, el ciudadano será quien pague la cuenta.
