No todas las ideas son respetables, menos las que son ignorancia encubierta.

La controversia entre defensores de la tauromaquia (taurinos) y activistas animalistas suele presentarse como un choque de valores. Pero visto de cerca, ambos bandos parecen más bien atrapados entre la ignorancia, la barbarie y el sentimentalismo exagerado. Ni unos ni otros están dispuestos a enfrentar ciertas verdades incómodas sobre los toros de lidia, la naturaleza o la historia. Veamos por qué tanto taurinos como animalistas quedan en evidencia.

Los taurinos pregonan que la corrida de toros es arte, una noble tradición que exalta la valentía y la cultura. Hablan del matador heroico y del toro “bravo” que muere con honor. ¿Realidad? Un espectáculo sanguinario y rústico, anclado en un pasado premoderno. La supuesta épica se ha convertido en circo sangriento: un animal acorralado y debilitado a golpes, enfrentado a un torero adornado pero respaldado por cuadrillas y ventajas. Llamarlo fiesta es un despropósito; llamarlo barbarie suena más acertado.

Hoy por hoy, la tauromaquia luce cada vez más agonizante. Lejos de ser la fiesta nacional de antaño, es una afición minoritaria en declive. Encuestas en España revelan que apenas el 1.9% de los ciudadanos asistió a un espectáculo taurino en el último año. El apoyo declarado ha caído en picada: del 30% en 2013 a solo 19% en 2016, con la abrumadora mayoría de jóvenes rechazando abiertamente estas prácticas. En otras palabras, la gran masa del público le ha dado la espalda a la corrida.

¿Y en México? El patrón es similar, aunque disfrazado por una retórica nacionalista que pretende defender la “mexicanidad”. Pero la realidad es testaruda. El número de festejos ha disminuido en varias entidades, y cada vez hay más cuestionamientos legales y sociales. En muchos sentidos, la tauromaquia mexicana subsiste por inercia cultural y conexiones políticas, no por auténtico fervor popular. Es un negocio vil disfrazado de arte.

Frente a esta crudeza, los animalistas alzan la bandera de la compasión. Para ellos, prohibir las corridas es cuestión de ética: los animales son seres inocentes, “sintientes”, con derechos casi humanos, y cualquier maltrato es inaceptable. Suena noble. El problema surge cuando este sentimentalismo posmoderno choca con la realidad biológica. El toro no es una persona, no comprende la injusticia ni la moral; actúa por instinto, es como todo animal felizmente amoral. La naturaleza es brutal, ajena a toda sensibilidad humana. El río del Edén como ha dicho Richard Dawkins.

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Filósofos como Roger Scruton y Jordan B. Peterson han insistido en que los derechos presuponen deberes, algo imposible para criaturas amoralmente naturales. Camille Paglia nos recuerda que la naturaleza no es un edén vegano sino un campo de batalla darwiniano. Los animalistas, al idealizar al toro como víctima sagrada, olvidan que ese mismo animal embiste, hiere y mata sin malicia ni piedad. No es un niño con cuernos: es una fuerza biológica indomesticada, criada por el hombre para ese fin.

Y ahí está la paradoja que ninguno de los dos bandos comprende y quiere mirar de frente. El toro de lidia es (como los perros, los gatos, los gallos de pelea, los cerdos, los caballos, las ovejas, y los demás vacunos) una criatura doméstica, moldeada por siglos de selección humana; no existiría sin la tauromaquia. Si se prohíben las corridas, su razón existencial, económica y genética se disuelve. Nadie criará toros bravos para que pasten como ornamento caro. La extinción es la consecuencia no deseada pero probable de la abolición. Ni los taurinos están dispuestos a mantenerlos sin lucrar con ellos, ni los animalistas han diseñado planes viables de conservación.

¿Quién debe hacerse responsable de la existencia futura del toro de lidia? Esa es la pregunta que permanece sin dueño. Taurinos y animalistas pelean por su imagen, pero nadie asume su cuidado. El primero lo idolatra mientras lo mata; el segundo lo compadece mientras lo condena a desaparecer. Al final, el toro es solo un pretexto para una lucha de fantasías: unos sueñan con glorias pasadas, otros con utopías sin sangre. Y entre ambos extremos, el animal real queda atrapado, sin plaza ni pradera, sin muerte digna ni vida garantizada.

@RubenIslas3 X